Nos quemamos

Si esta columna fuese la portada de un periódico gallego, me habría decantado por un fondo negro con mancheta y cabecera en letras blancas y titular a cinco columnas en rojo: NOS QUEMAMOS. Así, en mayúsculas.


Si se tratase de una obra literaria, sería un poema alegórico al estilo de La divina comedia. Dibujaría un infierno en llamas, más allá de la Laguna Estigia, salpicado de brasas que laten bajo un cielo ennegrecido.


Si supiera cantar, entonaría los lamentos de Laura Pergolizzi en el minuto 3:39 de Lost On You. O el Exit Music (For a Film) de Radiohead, que termina con un crescendo angustioso que queda suspendido como un grito incómodo, disonante.


Si estas líneas estuvieran en un texto sagrado describirían el Pandemónium igual que el Corán pinta el Yahannam: una hoguera inmensa, eterna, irreversible. O narrarían un Armagedón cercano al Ragnarök nórdico.


Si tuviese un lienzo delante, pintaría un Cuadrado negro como el de Malevich. Quizá cruzado por una línea roja vertical que escapase por encima del borde.


Si fuese directora de cine, rodaría una historia desnuda, como las de Lars von Trier. Tal vez la escena final de Bailar en la oscuridad, con Selma cantando Next to Last Song para soportar el terror. Solo que Björk no sería ejecutada en la horca, sino en una pira.


Pero Ourense no es canción, ni pintura, ni película del enfant terrible danés. Es una cifra indecente: más de 120.000 hectáreas calcinadas solo en agosto, casi todas en la última semana. Unas 33 Coruñas, para que te hagas una idea.


Ourense es el mapa europeo de Copernicus teñido de rojo. Es Larouco convertido en el mayor incendio de la historia de Galicia, con 20.000 hectáreas arrasadas. Y las que quedarán, porque sigue activo. Como el de Chandrexa de Queixa y Vilariño. O el de Oímbra y Xinzo de Limia. Una provincia convertida en inventario de cenizas.


Ourense se cuenta estos días en bomberos heridos -siete ya-, brigadistas con golpes de calor y vecinos desesperados frente a las llamas. Se mide en los 500 militares desplegados por la UME. En decenas de medios aéreos que cruzan el cielo. En donaciones de agua, leche, fruta, precocinados, gasas, cubos, rastrillos, linternas y comida para animales.


Ourense es aire irrespirable. Es la Xunta recomendando mascarillas FFP2 para caminar por las calles. Es la alta velocidad y la autovía A 52 interrumpidas, como si el progreso también ardiese. Son personas atrapadas. Es el Es-Alert confinando a la población en sus casas.


Ourense quema más que nunca. Es la consecuencia del cambio climático. Ese desastre que algunos aún niegan. Es la regla del 30 (30 ºC, vientos de 30 km/h y humedad inferior al 30%) que dispara el riesgo de propagación del fuego.


Es abandono del medio rural. Maleza acumulada por falta de pastoreo. Por ausencia de cultivos sostenibles. Montes sin gestión silvícola, con especies inflamables que se adueñan del paisaje.
Es imprudencia. Esa que te lleva a desbrozar con un tractor a pesar del riesgo extremo de incendio, sin pensar que una sola chispa de tus aperos puede desatar el Apocalipsis. O a llevar a cabo una quema que termina incontrolada.


Ourense es potencial aplastado por quienes deberían velar por el bien común, pero solo atienden al lucro propio. Los mismos que deberían mantener brigadas forestales activas durante todo el año. Los que tienen la responsabilidad de impedir intereses económicos ocultos tras columnas de fuego. Porque la ley tiene rendijas por las que se cuelan recalificaciones para infraestructuras, parques eólicos o fotovoltaicos y cualquier cosa que se pueda disfrazar de interés general. Grietas por las que se desliza la maldad. Hendiduras por las que se cuela la impunidad.


Ourense es parte de mi identidad. Vista desde este Norte que me ha acogido, Ourense suele doler, porque lleva décadas marchita. Pero lo de hoy desgarra. Porque, aunque lo contemos con metáforas, al final la verdad arde sola: nos quemamos.

Nos quemamos

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