Las adhesiones en democracia son, por caudillistas, dañinas. Y no es solo por su devoción por el líder, materia de conciencia y dignidad intelectual, sino porque dañan la convivencia y pervierten la elemental sensibilidad social en la tarea de dotar a nuestros gobernantes y conciudadanos de una cultura de respeto y tolerancia. Limitándose a criminalizar a quienes no piensan igual, sin otro argumento que el de su supuesta o probada pertenencia a la extrema derecha. Como si esa pertenencia no mereciese el esfuerzo de integrarlos en políticas progresistas acordes con los axiomas democráticos.
¿Cómo entender que, quienes tienen por reto la reinserción, legalización e integración del comportamiento humano, asuman la insolidaridad nacionalista, exijan olvido para los terroristas y no tengan la sensibilidad necesaria para entender que, quizá, sus compatriotas, buenos en su mayoría, merezcan ser acogidos, atendidos y comprendidos en su «cerrazón»?
Sin embargo, para ellos se exige ilegalización y cordón sanitario, como si fuesen apestados. Mientras se abrazan costumbres y religiones propias de la Edad Media; se dan por buenos privilegios y diferencias por razón de raza y se admite sin razón racismo e insolidaridad. O se toman como referentes democráticos, sin perdón, a quienes han tenido por ideario el terror y por idea el horror de la raza.
O comprendemos a todos o combatimos a todos; en otro caso, cabe pensar que solo importamos nosotros.