Aquí, en el terruño patrio, hay quien va a manifestarse este sábado pidiendo elecciones, arrogándose, me parece que un poco abusivamente, la representación de la sociedad civil. Hay quien aún recuerda las trapisondas parlamentarias de estos días pasados, políticamente algo bochornosas. Esas miserias patrias. Perdóneme el lector, pero no me siento con fuerzas para descender hasta la calle en manifestaciones que no son mías, ni estoy animado a volver a escribir acerca de lo que se hace en un circo político que a veces me sonroja y del que cada vez se distancia más el ciudadano. No; hoy es día para subir al dron que todo lo mira y seguir hablando del hombre más poderoso de la Tierra.
Porque hay días, como cuando se elige a un nuevo Papa, en los que el cuerpo te pide no hablar ni escribir de otra cosa que de la noticia que ensombrece todo lo demás. Otros han escrito abundantemente, seguramente con más conocimiento que yo, sobre quien se ha convertido, desde la relativa oscuridad de su talante modesto y poco alterado, en ese hombre más poderoso del mundo. Pese al habitante del despacho oval. Pese a los dirigentes mundiales que se reunieron este viernes en una gigantesca parada militar en Moscú, veintinueve jefes de Estado, algunos de lo peor, convocados por Putin. El mundo está dando un giro copernicano, poco que ver con aquello a lo que nos habíamos acomodado: hay que apostar por Prevost, que es el único que puede plantar cara a los energúmenos al Este y al Oeste, a los que sin duda ha disgustado –y esta es la buena noticia de la semana-- su nombramiento.
Porque la misión de Leon XIV, dura misión, será la de plantar cara a los abusos de todo tipo que las ‘superpotencias’ nos plantean a los ciudadanos de a pie. Hacer frente a la creciente inmoralidad de la vida política, que nos invade país a país –nosotros no somos la excepción, claro está–. Lograr que vuelvan a horrorizarnos las fotos de la guerra, del sufrimiento, a las que nos hemos ido habituando gracias a gente que, como el líder ruso, se siente indiferente incluso ante la muerte de decenas de miles de sus propios soldados, jóvenes con sus vidas truncadas. O como el líder de Israel, un pueblo que merecería un liderazgo menos cruel, menos brutal.
Sí, siento que hoy es día para recordar todo esto, y no para pararme a discurrir sobre manifestaciones que piden aquí elecciones, unas elecciones que yo aplaudiría –hay que proceder a relevos cuanto antes en pro de la sanidad política–, pero que me parecen hoy, con este panorama que se cierne sobre nosotros, seguramente inconvenientes, porque distraerían la atención sobre el verdadero Cambio que hay que acometer.
No, probablemente no hay que ir tan pronto a las urnas, aunque lo hayan hecho o lo estén haciendo países –Alemania, Portugal– a los que admiro y que por mucho menos de lo que está pasando en nuestra España han decidido adelantar su convocatoria electoral. Yo ya no pido elecciones: pido Cambio, con mayúscula, en lugar de siempre más de lo mismo y, encima, disfrazado de mudanza lampedusiana: hay que cambiar algo para que todo siga igual y para que sigan pisando la alfombra roja los de siempre.
Pero esto, hoy, no importa: el destino del mundo no se decide ni en la calle Génova, ni en Moncloa, ni en las ciudades tomadas por manifestantes de la derecha, ni, menos, en Waterloo. A mí, en un día como el de hoy, lo que me piden mi corazón y mi cerebro es acompañar las reflexiones del hombre que, de pronto, y seguramente sin esperarlo, se ha convertido en el más poderoso del mundo y cuyo destino es hacer frente a esos otros poderosos, los verdaderos malos de la película en la que apenas somos unos extras. Decía Stalin, el gran asesino, que el Papa no tiene divisiones militares. No, no las tiene. Solamente tiene mil cuatrocientos millones de seguidores que creen, creemos, que él es mucho mejor que los tiranos que pretenden adueñarse de nosotros. Ojalá acierte.