Mucho decir y más hacer

En los últimos tiempos da la sensación de que erigirse feminista es más una moda con connotaciones que se acercan más a la ideología de la izquierda que a la de la derecha; que una opción. Esta servidora, que carece de preferencias partidistas, porque concibe la política como una ayuda al ciudadano y no hacia sus representantes; entiende que ser feminista es una obligación para todas las mujeres y, por fortuna, para una buena parte de los hombres.

Ser feminista no significa ser mujer y creerse por ello superior a un hombre, sino ser mujer y ser consciente de que por mucho que no queramos verlo, todavía hay que pelear en los despachos para conseguir que las integrantes del sexo femenino gocemos-a todos los niveles- de los mismos derechos y deberes que los componentes del sexo contrario.

No querer ver, negar la necesidad, decir que una ya siente esa igualdad que venimos reclamando desde el principio de los tiempos y que hemos ido ganando poco a poco a costa de la lucha de mujeres valientes y de la propia vida de otras que no están aquí para contarlo; en mi pueblo se llama carecer de empatía, negar la mayor o simplemente mirar hacia otro lado.

Mientras sigan muriendo mujeres a manos de sus parejas, siendo víctimas de luz de gas e incluso de violencia vicaria, o mientras haya hombres que duden de sus capacidades intelectuales porque juzguen únicamente por unos atributos que son tan efímeros como los de ellos, o que se aprovechen de su superioridad física para tratar de satisfacer por la fuerza unos instintos animales que ponen en entredicho su propia supremacía intelectual; continúa haciendo mucha falta protección para las mujeres. Y, para quitarle hierro al asunto, no me vale la retahíla de aquellos que se llenan la boca diciendo que también hay muchos hombres maltratados. Los que haya que denuncien y que sus mujeres paguen con la cárcel el mismo precio que deben pagar ellos por dañarlas a ellas. No hay más, pero por suerte para ellos son muchos menos. La balanza no está equilibrada.

Las manifestaciones de feministas-también mal llamadas feminazis por muchos hombres y una buena parte de mujeres a las que en su vida les ha caído una bofetada, o que carecen de hijas, o que por errores educacionales han decidido otorgar al hombre un sinfín de derechos para poder refugiarse bajo un cómodo paraguas de “señoras de”-; sirven para que las cosas cambien en los despachos, que es donde comienzan a ponerse en marcha los engranajes de protección de los que todas, si llegásemos a necesitarlo, gozaríamos. Y entonces bien que lo agradeceríamos. Pero lamentablemente, todavía queda mucho por hacer. Son muchas las voces que se alzan en favor del feminismo y muy pocas las que estamos dispuestas a plantar cara a los machistas.

Sin ir más lejos, hace unos seis días, esta servidora deambulaba por un centro comercial ubicado en un complejo del polígono de la Grela. Entretenida buscando zapatos, escuché con total nitidez cómo un hombre vociferaba a una mujer apocada. Le repetía insultos como “imbécil” o no te enteras de nada. Giré la cabeza. Me paré a observar. Los que los rodeaban miraban de reojo y escuchaban con curiosidad. Yo no. Mi corazón comenzó a galopar del mismo modo que lo suele hacer cuando hay una injusticia de cualquier índole a la vista. Conté hasta diez. Los gritos seguían y, como abducida, me acerqué a la pareja y le pedí al individuo que procurase hablarle con más respeto a su mujer. De entrada me miró asustado. =

Mucho decir y más hacer

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