Antes de que la llamada Inteligencia Artificial –IA– altere de manera definitiva la racionalidad e interiorice así al ser humano, antes de que logre que lo creado se imponga al creador, las circunstancias ya han confirmado la superioridad de lo inhumano. Exponentes definitivos son Gaza o la Guerra de Ucrania, pero no hemos de excluir a las otras 50 guerras ignoradas por los titulares, o al terrorismo, las mafias, el problema migratorio, los gobiernos sátrapas, el narcotráfico, los ciberataques, o la corrupción, que han herido de gravedad en todo el mundo a las democracias y que laminan economías y esperanzas con total impunidad.
Vivimos en un mundo donde las inevidencias son la carcoma social y en el que las evidencias nos señalan como una civilización culpable de sus mayores males: el egoísmo, la desimplicación, la ignorancia del otro, el gobierno de dictadores o prepotentes, también de desequilibrados –hay excepciones, pero son pocas, puntuales, escasas–. Los sistemas políticos y sociales parecen estar pensados para diluir las responsabilidades y amparar a los delincuentes y a los necios.
Aquí estamos, en zona de confort, espectadores espeluznados de un espectáculo que incluye la matanza o el secuestro de inocentes; asistiendo a la justificación de ignominias, de crímenes impugnes; a la hambruna de millones de seres, en tanto se tiran millones de toneladas de comidas en buen estado. Somos testigos pasivos de la propagación de enfermedades contagiosas en el Tercer Mundo, superables con vacunas que cuestan céntimos... Y todo es emitido en directo por redes, radios y televisiones. La humanidad parece haberse vuelto loca. No funcionan o no son eficaces el Tribunal Internacional de Justicia, ni la ONU, ni las poderosas religiones, siquiera las ONG... Y nadie asume ni parece tener la culpa de los genocidios, las bombas, la destrucción, la violencia o las drogas. En el mundo de los grandes avances nos demostramos una sociedad retrógrada en Derechos Humanos, en sentido común, en respeto por los demás.
Imaginamos que los malos son los otros y que los males no nos atañen, al menos en lo próximo cotidiano, en tanto la corrupción, el desgobierno o la pésima gestión las pagamos con nuestro esfuerzo, las sostenemos con nuestros impuestos. La respuesta: un manifiesto deterioro en general de los servicios públicos, una creciente burocracia o, en casos peores, de la desigualdad, la falta de libertad y la censura. ¿Hemos fracasado? Todo indica que, en general, sí, claro que siempre hay excepciones.
En la aparente gravedad de lo inmediato, aceptamos vivir en medio de noticias falsas, nos instalamos en la pereza mental, representada por Tik Tok y tantas otras banalidades –sugiero que lean insignificancias, intrascendencias, tonterías, bobadas, trivialidades, memeces, futilidades, nimiedades, simplezas, menudencias–, de estafas intelectuales promovidas por la llamada Inteligencia Artificial, y obviamos la historia, la tradición crítica, la guía de los sabios intelectuales. Asumimos lo impensable, compramos tópicos y vendemos aire. Nos instalamos en conclusiones insuficiente, muy orientadas a la búsqueda de ciertos efectos y a una presentación interesada. La política, dicen, es así, pero también lo es la historia, la sociología, el periodismo... Hay excepciones, siempre las hay, claro, pero son muy pocas e insuficientes ante lo global infame, la basura de las redes, la realidad que grita en su desesperación...
Es urgente transformar o abolir zonas de sombra de la vida social, muy en especial de lo político y de lo económico, ese escenario en donde se acumulan poderes y violencias arbitrarias entre las que se diluyen las responsabilidades mientras se matan inocencias. ¿Estamos a tiempo? Eso solo lo dirá el futuro, si es que existe.