Me desasosiega la soledad de las cucarachas que habitan los vacíos palacios y blasonados caserones que jalonan nuestros pueblos y ciudades. Entiendo que es por la ingrávida fragilidad que denuncia su confusa anatomía, tan apegada al suelo, tan capaz de tener por suelo todas las dimensiones de los espacios por los que transitan. Veladas por unas alas, de dudosa utilidad, que ni las vuelan ni las protegen, pero que en apariencia las arman de un poderoso instrumento de disuasión –quién no espera que, al perseguirlas, de un momento a otro puedan alzarlo, impregnándolo todo de asco y soledad–. Sin embargo, no lo hacen, corren vivarachas buscando refugio y lo hacen con notable eficacia; sus largas patas y el horror que causan ayudan. Son insectos que gozan de mala fama a todo lo largo de su dilatado catálogo de especies, cercano a las 5.000. Se dice que, unida a su perturbadora voracidad, son portadoras de incontables enfermedades que, curiosamente, adquieren al entrar en contacto con nuestra basura. Y que si las pisamos las multiplicamos y si las tocamos, enfermamos.
Me centraré, para resumir este presagio, en las americanas: cobrizas, rollizas y dotadas unas alas que solo a los machos sirven, algo indigno, como también lo es sufrirlas lejos de las alcantarillas. Sin embargo, por alguna razón le hemos cedido los palacios y los nobles edificios, como si fuesen la florida infantería de un nutrido ejército de burócratas y mandatarios.