El niño del aeropuerto

No estoy hecha para la maternidad moderna. Hay muchas cosas que no entiendo. Invitar a toda la clase a un cumpleaños, por ejemplo. Yo pensaba que eso se acabaría con la pandemia, pero no: sigue en vigor. Tan instaurado como los piojos que, inexplicablemente, no se extinguieron, a pesar de que todos los niños estuvieron seis semanas sin salir de casa. Vamos, que hubo criaturas rascándose la cabeza durante 43 días sin que sus cuidadores percibiesen signos de pediculosis.


Se me atraganta lo de quedarse a dormir en casa de amigos desde los seis años, incluso antes. Aunque el chaval no quiera, aunque no esté preparado, aunque le tengas que llevar con braguitas de enuresis para no sumar al trauma la vergüenza de mojar una cama ajena. Porque, claro, la pareja necesita sus momentos. Y algo hay que hacer con la prole.


Se me hace bola ver a niños de infantil jugando en el parque sin supervisión, mientras sus padres toman unas cervezas en una terraza sin echar un ojo, sin preocuparles lo que les pase o si pueden molestar a otros. O a preadolescentes bañándose en la playa mientras sus padres se tumban en la toalla, 30 metros más arriba. Incluso a chicos que estrenan la adolescencia imitando comportamientos de universitarios, con todo lo que eso implica.


Tampoco puedo con los padres que salen de casa sin decirles a sus hijos a dónde van o cuándo volverán, aunque queden al cuidado de alguien. Dicen que es “para que no lo pasen mal”. Y luego se extrañan si el niño se queda callado, o empieza a mentir, o pega a sus compañeros.


Me desconcierta esta obsesión por que los niños sean autosuficientes cuanto antes. Que no extrañen, que duerman fuera, que viajen sin ti, que no tengan miedo. Como si el éxito de la crianza se midiera en lo poco que te reclaman.


Lo llaman independencia, pero huele a comodidad adulta. Lo llaman autonomía, pero suele ser huida emocional: que se apañen ellos, que yo ya tengo bastante. Que no me lloren, que no me necesiten, que no me quiten tiempo. Como si haber tenido un hijo fuese un capítulo más de desarrollo personal, y no el vínculo más bestia y transformador que puede tener una vida.


Después, unos padres dejan a su hijo en el aeropuerto del Prat mientras cogen un vuelo transoceánico y nos asustamos. O no, porque hay quien defiende que no es tan grave, que habían avisado a un familiar para que fuese a buscarlo. Como si el pequeño no tuviese motivos para sentirse abandonado.


No hay autonomía sin apego seguro. Lo dicen psicólogos y expertos en neurodesarrollo. Lo dice Gabor Maté, cuando explica que los niños sin vínculos sólidos buscan referencias emocionales en sus iguales. Y que esos iguales, por definición, no están preparados para sostener a nadie. Lo dice la realidad, cuando una niña de catorce años se deja presionar para hacer algo porque no quiere ser la rara. O cuando un niño no llora porque aprendió demasiado pronto que no sirve de nada.


No es lo mismo un “hazlo tú” que un “yo no estoy”. No es lo mismo una madre que confía que una que no quiere mirar. Hay que dar libertad, no soltar la mano.


Los niños deben explorar por su cuenta, aburrirse, resolver conflictos… Pero siempre con una red afectiva sólida detrás. Siempre que sepan que pueden volver, que alguien los espera, que no tienen que hacer nada para merecer atención. Porque la independencia no nace de dejar de necesitar, sino de saber que puedes contar con alguien. Porque lo moderno no es criar niñas que se callen lo que les pasa, sino que se sientan seguras para contarlo.


El niño del aeropuerto no olvidará aquella mañana. Tampoco olvidan los que se quedaron esperando una respuesta que no llegó. O un abrazo que no tocaba. O un adulto que no quería serlo porque ya había reservado el hotel.


No tengo dudas. Prefiero que mi hija me encuentre si me necesita, antes que acumular medallas en el ranking de madres guays. Seguramente, ya tengo muchas en el de histéricas.

El niño del aeropuerto

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