Si antes de su traslado a Madrid hubiésemos preguntado a los gallegos qué pensaban de su presidente autonómico, unos dirían que lo hizo bien y otros que lo hizo mal, pero si les hubiésemos pedido que concretasen “qué cosas” hizo bien o mal, les hubiésemos metido a todos en un apuro, aunque después de pensarlo, algo nos hubiesen dicho. Feijóo es así, un político en estado gaseoso que en un momento dado se solidificará o licuará en función de la temperatura que haya. Sí sabemos, porque lo acredita sobradamente, que cuando está en la oposición es un político entre sucio y marrullero, conceptos más complementarios que sinónimos. Lo demostró en la campaña electoral de 2009 contra el socialista Touriño y más aún contra Pedro Sánchez, escupiendo los ataques a sus familiares vivos o fallecidos desde un lenguaje corporal que transmite una sospechosa ansiedad por echarlo antes de que termine el año.