El consenso y el acuerdo, en un Estado de Derecho, deben apoyarse en la dignidad del ser humano. No al revés, porque la dignidad del ser humano no depende del consenso: es un prius de la democracia. ¿O es que los derechos de la persona, aquellos que derivan de su condición humana, los otorga el Estado y por eso los dirigentes de turno pueden decidir si se respetan o no?.
Como es bien sabido, el consenso aparece en la escena de la filosofía jurídica de la mano de las modulaciones a la tesis de la racionalidad como fundamento del Derecho. Perelman, uno de los pioneros de esta aproximación, admitirá que quizá fuera más eficaz utilizar el término de “lo razonable” ya que el consenso de la comunidad es normalmente el ámbito dónde surge, o dónde debiera surgir, lo razonable.
La tesis consensualista no se justifica por si misma, no es un fin en sí misma, es un medio para la defensa, protección y promoción de la dignidad de la persona. El consenso, además, no se opone a la existencia de verdades universales, sino que, más bien, trae su causa de la verdad. El hecho de que el consenso se fundamente en la dignidad de la persona implica que sea ilegítima la imposición por la fuerza de cualquier decisión.
No todo puede consensuarse: la dignidad del hombre está por encima incluso de la propia democracia porque es previa a ella en cuanto fundamento que es del Estado, del Derecho y, por ello, del sistema político. La dignidad de la persona trasciende la democracia de forma que el sistema democrático debe orientarse al servicio de la dignidad del ser humano, que se erige en fundamento, no sólo de los derechos humanos, sino de la misma democracia. Pero la dignidad de la persona no se reduce, como querían los liberales del siglo XVIII, a pura libertad vacía de contenido porque así se licúa la democracia abriéndose peligrosamente las puertas a la fuerza, a la pura utilidad, en una palabra, a la arbitrariedad. El consenso al margen de la dimensión ética degenera en el pensamiento único hoy tan presente El consenso no funda la Ética: viene exigida por ella: es una de las más elementales exigencias de la verdad de la dignidad humana. Como en la cuestión del relativismo, la clave para entender el consenso en la sociedad democrática, reside en el problema de la verdad. La verdad, no sólo es posible, sino que es lo más propio de la dignidad humana. Esta es la gran verdad de la idea democrática. Ahora bien, cuando nada es verdad ni mentira, sino todo lo contrario, y la verdad está en función de las mayorías, entonces se atenta gravemente a la esencia democrática y se posibilitan, ejemplos hay en la historia y no precisamente muy antiguos, de conductas claramente vejatorias de los derechos humanos. Así lo reconoce la profesora Camps al reconocer que es éticamente inadmisible una cultura que permita el infanticidio o el genocidio, que agravie a las mujeres o admita la esclavitud.