UN HOMBRE SENTADO | Dublineses

Letras sosegadas en #Nordesía: Fernando Soto aborda las complicaciones de que el turismo, hoy en día, cumpla con las expectativas anteriores al viaje
UN HOMBRE SENTADO | Dublineses

Del turismo como fenómeno social, y de sus macroconsecuencias económicas y medioambientales, se puede decir de todo. Y de hecho se dice. Y no me veo yo capaz de abordarlo en toda su complejidad y vastedad. Tengo medianamente claro que ecológicamente no causa más que perjuicios, pero sé que hay regiones enteras del mundo que viven de él, y a la vez supongo que como modelo económico no es el más sólido, ni equilibrado, ni justo, etc. En fin, si quieren leer algo interesante sobre el tema, pero no les apetece enfrentarse a artículos especializados, les recomiendo Grand Hotel Europa, del holandés Ilja Leonard Pfeijffer, que además es una buena novela.


Sobre lo que sí tengo opinión, y bastante firme, es sobre sus microconsecuencias. Es decir, sobre sus efectos sobre cada uno de nosotros, los propios turistas. Sobre todos, aunque algunos los acusemos más que otros. Y no me cabe ninguna duda de que el turismo de masas, el mismo que nos permite viajar a tantos, ha arruinado casi por completo la experiencia personal.


Hemos ido a Dublín. Yo nunca había estado en Irlanda, tenía muchas ganas de conocerla e insistí en ir allí. Cuatro días en un albergue a la orilla del río Liffey, junto a su Puente del Medio Penique. Así que, aunque no podríamos ir a otras ciudades ni movernos por el campo, nos las prometíamos muy felices. Varios miles de personas más, también.


Dublín es una ciudad llena de encanto, cultura y diversión. Y, sin embargo, los primeros días me costó encontrarlos. Los famosos pubs de Temple Bar, incluido el homónimo, y todo lo que los rodea, se han convertido, al menos en verano, en un producto cien por cien turístico donde solo hay extranjeros y los músicos cantan únicamente lo que esperas oír. 

 

En los interiores, gente como nosotros haciéndose selfies con sus Guinness; en el exterior, gente como nosotros haciéndose selfies ante carteles emblemáticos. Y en las aceras, el triste espectáculo de la pobreza, el alcohol y la droga: era impactante la cantidad de gente tirada, literalmente, que veíamos desde por la mañana. Si me permiten un consejo, si viajan a la capital irlandesa huyan de esa zona, de la más recomendada. Conózcanla una noche, sí, porque es curiosa, pero nada más. Luego váyanse. Ah, y tampoco visiten la fábrica original de Guinness: solo valen la pena las vistas desde el bar de la última planta, pero eso convierte la pinta que uno se bebe allí en la más cara del país.


Si pierden un poco de tiempo buceando en internet y se saltan las páginas más vistas, llegarán a calles normales y encontrarán gente normal y, desde luego, pubs normales, si es que se le puede aplicar el término “normal” a algo que roza la perfección. Acabarán en barrios donde ustedes serán una presencia excepcional y compartirán la barra con locales. Que resulta que sí, se parecen bastante a los parroquianos de Un hombre tranquilo y a las familias de las Derry girls.


Paseen, si les apetece, por aceras georgianas hasta Merrion Square, a la casa de mi querido Oscar Wilde. O, si han sido capaces de leer el Ulysses, hagan la ruta de Leopoldo Bloom, que se lo habrán ganado. Y, si pueden, paguen por una visita guiada al Trinity College y su espectacular biblioteca. Y vayan gratis a la National Gallery of Ireland, donde hay un cuadro de Paul Henry titulado Os sachadores de patacas. Y acérquense a ver las dos catedrales —anglicanas ambas, incluso la de San Patricio—. Y ya. Luego comiencen a andar y vayan a donde los dublineses van. Verán que, lo que les parecía un parque temático, en el resto de la ciudad es completamente real.


O tomen un tren y visiten algún pueblo. Nosotros optamos por Howth, que no es nada original. Me sentí un poco como los que van en bus a ver el banco de Loiba, sobre todo porque el paisaje es igual al nuestro, pero la verdad es que es precioso, y el brezo llegaba hasta la orilla. Y metí los pies en el Mar de Irlanda. Y entré en la iglesia, con bancos con placas en memoria de los difuntos. Y comimos nosotros solos unos estupendos —si ello es posible— fish and chips, con una pinta de Smithwick’s, en un pub encantador al que yo ya me imaginaba yendo varias tardes a la semana.


Lo cierto es que lo de los pubs, por tópico que suene, merece un capítulo aparte. Porque son un invento maravilloso. Incluso el más cutre, en una acera llena de basura y rodeado de edificios cochambrosos, está pintado de colores llamativos, adornado con muchísimas flores, tiene un rótulo precioso con un nombre sugerente y, al entrar, es increíblemente acogedor. De hecho, yo creo que cualquiera de ellos, cualquiera, es más bonito que el noventa por ciento de los locales de hostelería de España. Así lo digo. Y además uno llega y se encuentra como mínimo con diez grifos de cerveza, y gente bebiendo y charlando, sin más. Como en las películas. Como en las novelas. Un invento perfecto. Y una verdadera pena, vivir tan lejos y no poder ser asiduo de ninguno, y sentarme por la tarde a leer y beber una pinta por capítulo.


La experiencia turística me resulta cada vez más frustrante. Es esto o nada, porque no podemos permitirnos otro formato ni otras fechas, pero exige un considerable esfuerzo conseguir que el resultado se acerque a las expectativas. No obstante, en esta ocasión tuvimos la cintura suficiente como para que acabase bien, francamente bien. Concretamente en The Landmark, un pub de los nuevos, solo de 1840, cantando a voz en grito con los solitarios de la barra, con la pareja de la mesa de al lado, en la que él era Samuel Beckett, pero sonriente, con los dos matrimonios de la otra, que brindaban cada ronda, con los padres que estaban conociendo al novio de su hija, o con los dos chavales que a pesar de tomarse cuatro pintas en una hora se sabían absolutamente todas las letras y las cantaban con sentimiento. Y al final volvimos de Dublín con la mejor de las sensaciones: el deseo de regresar a Irlanda. 

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