Supongo que los humanos somos todos fundamentalmente iguales. Que compartimos los mismos miedos, necesidades y deseos más básicos. Grandes viajeros han llegado a lo largo de los siglos a esa conclusión: en el fondo nada cambia. Y sin embargo, y al mismo tiempo, han llegado también a otra: adoptamos las más diversas formas finales, que hacen de cada persona algo único. Y no solo eso, sino que en ocasiones acabamos siendo tan diferentes que cuesta creer que seamos miembros de una única especie.
Hace poco mi amigo Felipe, de la librería Pessoa, me prestó el libro Conversaciones con Antonio Lobo Antunes. Me gustó y me interesó mucho, a pesar de haber leído solo una novela del escritor portugués, y se lo regalé a mi padre, que no ha leído aún ninguna.
El libro es de la periodista María Luisa Blanco, filósofa de formación, exdirectora del ABC Cultural y actual responsable del Babelia —aparente contraste que personalmente me encanta—, y recoge una serie de entrevistas personales que mantuvo durante varios meses con el autor luso. Entrevistas en las que él habla sobre su familia, sus estudios de Medicina y su corta etapa profesional como psiquiatra, y sobre la gran sombra que habita el centro de su vida, condicionándolo todo, que fue la guerra de Angola. Y habla de su obra y, en particular, de su proceso creativo, de su escritura, del hecho de escribir.
Cuenta cuándo y cuánto escribe —prácticamente todo el tiempo, normalmente no menos de doce horas diarias—, cómo —revisando cada página, cada frase y cada palabra exhaustivamente, poniéndolas a prueba hasta estar completamente convencido de ellas— y por qué, que en su caso parece una pregunta superflua, porque de la lectura de las entrevistas uno concluye que para él la vida es escribir, que simplemente no concibe la posibilidad de no hacerlo.
Y, dentro de las limitaciones y la parcialidad de este tipo de confesiones, de la inevitable distancia que pueda haber entre una vida y su relato, la lectura deja una idea clara de una persona reservada e introvertida, con una rutina y un día a día volcados hacia el interior, aunque sea cierto que luego ese interior se cuente. Es fácil, en fin, y a pesar de las lógicas limitaciones de esta aproximación, concluir que Lobo Antunes no es, desde luego —como no lo era, por ejemplo, Juan Marsé—, un escritor que busque fama o popularidad, ni en general busque nada que no sea, sencillamente, escribir lo que necesita escribir. Y de ese libro he pasado, con uno o dos intermedios, a una novela británica, la novela definitiva (sic) sobre la Gran Bretaña postbrexit: Caledonian Road, de Andrew O’Hagan.
Todavía no puedo dar mi opinión final sobre ella, porque llevo leídas cuatrocientas páginas y aún me quedan otras doscientas cincuenta, pero por ahora me está gustando. Y eso que al principio estuve a punto de dejarla, porque me interesaba poco y me desagradaba bastante. Habla de cierta aristocracia menor británica, de algunos políticos, del mundo intelectual y académico, y del cultural, del activismo ecologista, de la corrupción, del tráfico de trabajadores ilegales entre el continente y el Reino Unido, del inframundo de los trabajos clandestinos, del abismal y vomitivo contraste entre la imagen de la metrópoli que muchos llevan al llegar al país y la realidad que los espera, de música y raves, de dj’s y de drogas, de oligarcas rusos, de modelos, de arte, de comida, de revolucionarios sociales, racializados y con conciencia de clase —nueva o no, no lo sé bien—, etc. Y el panorama de actitudes individuales que muestra desde el pragmatismo más insensible e incluso sórdido hasta otro igual de práctico pero mucho más hipócrita, pasando por el idealismo ciego de la adhesión total a una causa o la frivolidad más culta y hastiada.
Y en todos los casos, en todos los perfiles, se percibe, o percibo yo, ansiedad, cuando no angustia. Las que surgen de la inestabilidad personal, de una carencia, un vacío allá en el fondo, que ni todas las capas del mundo —ideología, dinero, refinamiento, ambición o sed de justicia, por ejemplo—son capaces de tapar. Y que conduce a la típica huida hacia delante, en pos siempre de algo que no se alcanza y que, cuando parece que sí, no es nunca lo que creíamos, y por supuesto nunca suficiente.
He leído mucha literatura norteamericana que habla de esa angustia vital, de esa epidemia ¿moderna? que parece consistir en una falta de asideros, de referencias sólidas, y que produce insatisfacción crónica, una especie de crisis permanente de adolescencia o de mediana edad, según los casos. Crisis que no resulta difícil relacionar con otra mayor, social: podemos hablar de sociedad líquida, de la deshumanización de la economía, de posmodernismo y posverdad, de descrédito de las instituciones y de la propia política, y de tantas cosas que ayudan a caer en la desesperación. Esta novela, Caledonian Road, hace algo similar, pero situándolo más cerca y ahora.
Y entonces el lector, que se pasa buena parte de su verano sentado en una silla con estos libros, se pregunta cómo encaja todo eso: Lobo Antunes con un hacker, las mafias de tráfico de personas con la amistad, un dj de veinte años a diez mil libras la noche con trabajadoras bangladesíes a cuatro el día, o él, ese lector estupefacto, con todos ellos.