Los derechos fundamentales de la persona, concebidos en su origen como derechos de libertad, derechos ante los que el Estado debía declinar toda actuación, por mor de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho se amplían hacia nuevos espacios, imprescindibles para una vida digna. Es el caso de los derechos sociales fundamentales, entre los que se encuentran, por ejemplo, el derecho a la alimentación, al vestido, a una vivienda digna, a la protección social, a la igualdad en el acceso al mercado de trabajo, a la educación o a la salud. En estos casos la sociedad y la institución estatal han de facilitar a las personas los medios necesarios para la satisfacción de estos derechos, concibiéndose como obligaciones de hacer en favor de ciudadanos. El derecho fundamental al mínimo vital o existencial debe estar cubierto en nuestras sociedades y, a partir de este suelo mínimo, a través de los principios de progresividad y prohibición de la regresividad de las medidas sociales, se debe caminar hacia mayores cotas de dignidad en el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona.
En España, como sabemos, siguiendo la tradición alemana, no están reconocidos los derechos sociales fundamentales como derechos fundamentales de la persona, y, por tanto, no disponen de las consiguientes garantías de protección jurisdiccional a través del procedimiento especial sumario y preferente que diseña la Constitución. Se encuentran, y no todos, a excepción del derecho a la educación (artículo 27 de la Constitución), en el marco de los Principios rectores de la política social y económica del Capítulo III de la Constitución de 1978, y su efectividad depende de que se haya dictado la correspondiente norma de desarrollo y de que existan disponibilidades presupuestarias.
Pues bien, tal situación es inaceptable habida cuenta del tiempo transcurrido desde el que se acrisoló la formulación del Estado social y democrático de Derecho y debe replantearse categóricamente. Por la sencilla razón de que si la dignidad del ser humano es el centro y la raíz del Estado y si el fundamento del orden político y la paz social, tal y como señala solemnemente el artículo 10.1 de la Constitución española residen en la dignidad de la persona, en los derechos que le son inherentes y en el libre desarrollo de la personalidad, entonces las normas, las estructuras, los procedimientos y los presupuestos deben estar al servicio del principal patrón y estándar ético y jurídico, al que los demás han de rendirse: la dignidad del ser humano. De ahí que la defensa, protección y promoción de los derechos fundamentales de la persona sea la principal tarea que tiene en sus manos el Estado moderno y de la que debe dar cuenta periódicamente a la ciudadanía.
Los derechos sociales fundamentales, por tanto, deben tener acomodo constitucional como derechos fundamentales que son. Y mientras ello no acontezca, siguiendo la estela del Tribunal Constitucional Alemán, entre otros, nuestra más alta instancia de interpretación constitucional debería, a través de la argumentación racional, alumbrar dichos derechos como exigencias inmediatas de un Estado que se define en su Constitución como social y democrático de Derecho. No es de recibo que ni siquiera el derecho al mínimo vital esté reconocido entre nosotros como derecho fundamental y que no haya sido posible extraer todas las consecuencias jurídicas de los artículos 9.2 y 10.1 de la Carta Magna. Por otra parte, la asignación equitativa a que se refiere el artículo 31.2 de la Constitución en materia de gasto público podría abrir espacios bien pertinentes para mejorar sustancialmente la situación en que nos encontramos en esta materia.
Estos tres preceptos constitucionales, 9.2, 10.1 y 31.2, son cruciales para una construcción avanzada del Estado social y democrático de Derecho entre nosotros. Son artículos de la Carta Magna que ciertamente han estado condicionados en su aplicación por prejuicios y preconceptos heredados del lastre que todavía conserva la legalidad administrativa del Estado liberal de Derecho. Sin embargo, en el tiempo en que estamos, aprovechando inteligentemente la crisis general e integral que se ha desatado en estos años, deberíamos poner negro sobre blanco esta cuestión y reconocer, es el primer paso, que nuestro Derecho Administrativo aún sigue prisionero de determinados enfoques y aproximaciones que le impiden volar hacia su condición de Ordenamiento de defensa, protección y promoción de derechos fundamentales a través de los diferentes quehaceres y políticas públicas que conforman la actuación constitucional del complejo Gobierno-Administración pública. Nada menos.