El final (y el valor) de la vida

Ha entrado en vigor la ley que regula la eutanasia. No es un tiempo para la esperanza, todo lo contrario. Se trata de una ley que se tramitó de forma exprés en plena pandemia , sin consultar ni tener en cuenta la opinión de los expertos y tampoco la de los que día a día acompañan a enfermos, personas con demencia o discapacidad y en contra del criterio del Comité de Bioética de España. Ha sido recurrida ante el Constitucional, aunque si éste lleva 13 años sin pronunciarse sobre el recurso del aborto, poco hay que esperar ahora.

Llega, además, sin que las comunidades hayan creado las comisiones de garantías y evaluación; ni nombrado a sus miembros; ni creado el registro de objetores de concienci, y, sobre todo, sin que quienes votaron y aplaudieron esta ley estén dispuestos a poner en marcha un verdadero Plan Nacional de Cuidados Paliativos para todos los enfermos que los necesitan. Para esa inmensa mayoría que no quiere morir y que tiene derecho a una vida digna, a no sufrir y a ser atendida adecuadamente. Dependiendo de donde vivan esos ciudadanos, unos tienen ese derecho y a otros se les niega. Lo mismo podemos decir de la discapacidad, donde hay una ley sin recursos económicos para aplicarla eficientemente. No hay, tampoco, un mecanismo de evaluación para saber cómo se aplica la ley de la eutanasia. Parece que se buscaba solo ponerla en marcha, “apuntarse el tanto”, jugar a un falso progresismo.

No es un honor ser el quinto o el séptimo país del mundo que regula la eutanasia. Ni ésta ni el aborto son “un derecho” porque el derecho más importante es el derecho a la vida. Y ahora más que nunca toca reafirmar el valor y la dignidad de cada vida. En Holanda, después de 20 años de experiencia legal, cada año hay más de 6.000 muertes por eutanasia. En España se calcula que hay unas 70.000 personas que, necesitando cuidados paliativos, mueren anualmente sin poder acceder a ellos.

Con el mayor respeto hacia todas las personas que padecen un sufrimiento terrible y a quienes quieren llevarlo al enfrentamiento con la moral católica, el final de la vida no es un debate entre creyentes y ateos. Como ha dicho el presidente del Comité de Bioética de España, “lo trasciende” y, sobre todo dispara la vulnerabilidad de los vulnerables. La han convertido en una vía de solución rápida, barata e “indolora” a una cuestión extremadamente compleja.

Muerte digna y eutanasia no son conceptos idénticos. Enfermedad terminal y dolor, tampoco necesariamente. Que alguien sea incurable no significa que sea incuidable. Un grupo de médicos ha propuesto “un protocolo de dolor extremo” para activar de forma rápida todos los recursos de la sanidad y ofrecer alternativas a los enfermos. Ni caso. La Conferencia Episcopal ha recomendado hacer testamento vital excluyendo la eutanasia. Los religiosos sanitarios han dicho que “acelerar la muerte, por acción o por omisión de tratamiento y cuidados a cualquier persona al final de su vida o en situación de discapacidad, es un daño irreparable que no estanos dispuestos a infligir a nadie”. Hemos visto morir durante la pandemia a miles de ancianos, en soledad, sin cuidados, sin ayuda. Y luego hemos tratado de salvar todas las vidas, cada una tenía valor. En Holanda los ancianos tienen miedo de ir al hospital y en Bélgica, los menores ya pueden pedir la eutanasia. Eliminar una vida no puede ser una opción. El valor de la vida es el fundamento sobre el que se sustenta la persona. Como ha dicho el escritor francés Michel Houellebecq, “un país que legaliza la eutanasia pierde el derecho al respeto”.


El final (y el valor) de la vida

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