Aromas de leyenda

Me viene con frecuencia a la memoria una pintada callejera de esas que a veces resultan ilustrativas. Se trataba de una frase breve y lapidaría, algo lacónica, escrita sobre un maltrecho muro de obra; eso sí, con buena caligrafía. El parágrafo rezaba: “malos tiempos para la lírica”. No sé, no lo recuerdo, qué pensé en aquel momento, la primera vez que lo leí, hace ya bastante tiempo, salvo que me dejó un cierto regusto de amargura. No en vano se trataba del lamento de alguien que, a pesar de tener la mala costumbre de pintar por las paredes, denotaba cierta desazón y sensibilidad ante una sociedad cada vez más materialista.
En realidad, pienso ahora que la queja del grafitero, estando justificada, no era del todo certera: no creo que la lírica haya tenido ni buenos ni malos tiempos; su verdadero  problema siempre ha sido abrirse camino entre la ignorancia y el hedonismo. El legado de nuestros poetas así lo demuestra, desde el medievo hasta hoy, por encima de brutalidades y violencias, la poesía como la música han sido capaces de expresar y trasmitir los sentimientos más profundos del espíritu humano.
Como esos sentimientos son universales, aunque no todos somos capaces de expresarlos de la manera más excelsa, sí que tenemos la posibilidad de compartirlos. Es posible incluso que nuestros tiempos, sin ser los mejores para la lírica, si lo sean para disfrutarla. Hoy todo se digitaliza y algunos autores, como Lorca, Valle-Inclán o Muñoz Seca, han pasado a ser oficialmente de “dominio público”, o sea patrimonio de todos y de acceso gratuito a través de la página web de la Biblioteca Nacional.
Allí cualquiera puede leer “Aromas de Leyenda”, los poemas que don Ramón de Valle Inclán compuso sobre Armenteira, uno de esos lugares maravillosos de Galicia, a los que se suele acudir en busca de paz y de belleza. No hace mucho por allí anduvo el mismísimo Presidente del Gobierno, al parecer visitante habitual de esos parajes.
Supongo que a él no le pasaría lo que, según la leyenda, le ocurrió al fundador del viejo monasterio, allá por el siglo XII. Según la tradición, la paz del lugar y el canto de un mirlo sumieron al buen monje, que paseaba por los bosques, en un profundo letargo y, como dice Valle Inclán, “fueron como un instante, al pasar, las centurias”. Tan rápido pasó el tiempo que al despertar, sin que el monje lo supiera, habían trascurrido nada menos que trescientos años.
Las creencias populares, por muy infantiles que nos parezcan, suelen trasmitir sabiduría: los malos momentos se hacen eternos; mientras que los felices pasan deprisa. El mundo está loco y nos amarga la vida, dejemos un poco de espacio para la lírica.
 

Aromas de leyenda

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