“Calle San Carlos adoquinada y la Plazuela pronto estará, desde El Choyo a Cacharritos puente colgante van a colgar”. La copla se le escapa de la memoria a Eduardo Barajas, el perfecto cicerone para recorrer Esteiro, donde nació un 11 de diciembre de 1949, en la San Fernando —ahora Fernando VI—, y continúa viviendo en la actualidad.
¿Y qué es ‘Cacharritos’? “Una tienda que vendía cositas para niños. Eran dos solteras: una de ellas muy de estar en casa y la otra era muy de salir con sus polvos, bien empolvada, bien pintada. Y se decía, porque éramos muy malas lenguas, que andaba liada con un guardia jurado de Bazán”, recuerda nuestro guía, resumiendo sin pretenderlo la esencia de un lugar que se rompió en mil pedazos cuando entraron las excavadoras en 1974.
Desde la tienda de O Gaxeiro en la que se iniciaba la San Carlos viniendo de la Angustia hasta el Zoqueiro, la última esquina antes de llegar al Patín, Barajas enumera los negocios que ya no están, pero que perfilaron la que era “la calle principal, la más honrosa; como la Real para A Magdalena”, precisa. Lo hace dándole a todo un halo de realismo mágico que supo también llevar a un capítulo del volumen “Memoria del barrio de Esteiro”, coordinado por Guillermo Llorca (Embora, 2016).
Llamando la atención sobre la perfección del adoquinado, recuerda Barajas que el resto de calles de la zona eran de tierra, de ahí que se admirase como la vía principal. Además, explica que fueron unos portugueses los que vinieron a colocar las piedras la última vez que se renovaron, quedándose hospedados en el cuartel Sánchez Aguilera. “Es cierto que tiene mucha menos circulación de vehículos, pero mira cómo se mantiene todo el pavimento”, observa.
En el itinerario dictado por la memoria, Eduardo enumera al principio de la calle el Bar del Villalbés, que tenía un hijo que llegó a ser campeón de España de lanzamiento de peso. También señala que el edificio de la armería “tuvo portero, que ya es decir” y que al lado estaba “la tienda de José El Caimán, que era un hombre muy fuerte, y en ella se hacía estraperlo”.
Recuerda las Bodegas Agrarias “con piedras enormes en el suelo, pero tan limpio que se podía comer en ellas” y el “Bar de la Viuda” antes de llegar al Mesón Sanjurjo. Caminando, aun antes de acercarse al cruce con Españoleto, nombra “la tienda de Vitorina, que tenía unos productos exquisitos y era fina y elegante. Y cuando era niño tenía unos bocadillos de anchoas... Pero de las de verdad, no de Mauritania”.
“Bien, pues estas son las verdaderas cuatro esquinas de Esteiro”, dice al llegar a la perpendicular de Carlos III y Adán y Eva, explicando que una de ellas era el bar Buchipluma —“que tenía un letrero en chapa azul con letras el blanco anunciando que tenía ‘teléfono’, porque no había muchos”— y la otra el horno —“te dirán el de Bellón, pero antes era el de Pedro Rey”—. A pocos metros estaba la mercería de Carmiña y ya, cerrando la manzana, la escuela de As Pedreiras, “a donde venía mi mujer”, añade.
Citando al local del Ferrándiz y sus famosos bailes, camina delante de la iglesia y de la casa parroquial, “donde nació el Juventud Claret, un movimiento de chavales”. Enfrente, surgió Terra Meiga “y en esta esquina, con la calle Salud, estaba la sucursal de Pan Piana”, rememora, señalando un caserón enorme, tapiado y con unas galerías rehabilitadas que se han convertido en un invernadero.
El bar El Choyo todavía se mantiene frente al Agustín, aunque no con los propietarios originales, mientras otros como el Asturias, “que está en una casa de Ucha”, cerraron ya hace años sus puertas. “Y aquí era ‘Cacharritos’ y aquí ‘Las tontas’”, continúa, haciendo parada en el número 97, el bajo del taller de ebanistería de López Deibe, “donde se hicieron tres de los faroles del Cristo de la Agonía de la Angustia”.
Finalmente, al lado del ‘Zoqueiro’, en el solar, se acuerda de que hubo una Intendencia del Ejército y que después estaba Raimundo, con su carro y su burro, despachando la Estrella Galicia a los bares y remolcando a los chavales.