Las tradicionales y veraniegas ‘Ferias del Libro’ acogieron a editores, autores y lectores en las distintas casetas habilitadas como centros temporales de cultura para rendir homenaje a los libros que son como puertas abiertas a otros mundos, facilitan una conversación silenciosa con el autor y encienden una chispa de ideas y sentimientos. Leer es una de las formas más íntimas de conexión con el mundo y con los demás, con sus pensamientos, vivencias, sueños.
Entre los habituales a esas ferias están –estamos– muchos lectores que han formado a lo largo de años pequeñas bibliotecas personales con libros para leer y disfrutar, para consultar, para regresar a ellos una y otra vez como se vuelve a una casa acogedora.
Son las bibliotecas domésticas fiel reflejo de las inquietudes e intereses de sus creadores en distintas etapas de la vida, de lo que fueron, de lo que son y, a veces, de lo que aspiran a ser. Cada libro seleccionado tiene una razón, un recuerdo y un vínculo emocional.
Por eso, tener que desprenderse de ellos por una mudanza, por imperativo del espacio o por otras razones personales es un acto que toca fibras profundas y se convierte con frecuencia en una decisión traumática porque equivale a renunciar a fragmentos de la propia vida e historia personales. Este es el pequeño drama de muchos lectores, colegas y amigos, al verse obligados ahora a “despedirse” de muchos de sus libros.
Lo verdaderamente doloroso es que, queriendo darles una segunda vida, no hay quien los reciba, quien los quiera. Ya no los aceptan en las bibliotecas públicas, en los institutos, en los centros culturales y hay pocas librerías de segunda mano. La falta de espacio o simplemente el poco interés por títulos que no son “novedades” hacen que esos libros acaben en cajas, en rincones olvidados o, lo que es peor, en contenedores de basura. Y eso, que parece tan sencillo –depositar libros en la basura– duele, es como una traición, casi como un sacrilegio con algo que nos dio tanto. Porque dentro de esos libros hay palabras que nos marcaron, ideas que abrieron e iluminaron caminos, personajes que acompañaron en momentos difíciles...
Esta realidad representa un cambio cultural profundo. En una sociedad cada vez más volcada hacia lo digital que busca lo cómodo y lo práctico, el libro físico ha perdido parte de su valor real y simbólico, ya no es considerado el medio central de conocimiento, ni de entretenimiento, lo que no significa que la lectura haya muerto, es que ha cambiado su forma y su lugar porque vive en otros soportes.
Duele decir adiós a los libros. Pero ese dolor es también testimonio del valor que les damos, un valor que permanece en los lectores que ahora abandonan con pesar a los que les ayudaron a ser lo que son. El libro, decía el viejo Plinio, nunca se pierde del todo, vive siempre en quienes lo han leído.