De cabeza no, con cabeza sí

Si aquello que imaginábamos los que éramos niños en los 80 se hubiese convertido en realidad, los coches llevarían 25 años volando sobre nuestras ciudades. Pero no. Lo que nos ha traído el avance tecnológico son nuevas formas de comunicarnos y consumir información: internet, smartphones, redes sociales y apps de mensajería.


Internet fue la puerta: un océano infinito de información que democratizó el conocimiento… y la mentira. Nunca habíamos tenido tanto acceso al saber ni tanta facilidad para ahogarnos en él.


Después llegó el smartphone. Ese aparatito que iba a darnos autonomía y nos convirtió en esclavos de la notificación, maniatados con cadenas de litio y cristal templado. Un tamagotchi gigante que en vez de morirse de hambre nos mata de ansiedad. Ni Orwell imaginó semejante nivel de vigilancia voluntaria.


Las redes sociales prometieron comunidad y nos devolvieron soledad amplificada. Intimidad que se vende. Autoestima medida en likes. Vertederos de amor a los que, como cantaba El Último de la Fila, les enseñamos nuestro trocito peor.


Las apps de mensajería cambiaron la forma de hablar. Incluso, de esconder lo que hablamos. Y chats grupales con ínfulas de ágora griega plagados de cadenas de bulos y mujeres desnudas. Caspa en 5G. Humor rancio convertido en gif o en captura de pantalla.


Quizá los coches no vuelen, pero nosotros sí: nos lanzamos de cabeza a una vida virtual donde lo real importa cada vez menos. O al mar desde un acantilado, como vi el otro día en el Paseo Marítimo de Mera, muy cerca de la playa de Espiñeiro. Una decena de chavales de dieciséis años saltando como si la gravedad fuese un invento reaccionario de sus padres; el mar, un colchón inflable y las rocas, besos de verano que no dejan cicatriz. Una masa de testosterona que nadie enseña a controlar. Como si mantener a raya el impulso hormonal no fuese con eso de la educación.


Asistí a la escena con la impotencia del que sabe que no puede parar el espectáculo. Solo pude pensar que la especie humana tiene un talento único: gritar «somos libres» mientras hace cola para romperse la médula. O mientras jalea para que otro se la rompa con su aliento.


Al final, lo que mejor nos define es la imprudencia. Actuamos sin pensar, sin mirar, sin medir. Convencidos de que nada deja rastro, de que nada tiene consecuencias, de que siempre saldremos indemnes. Como si la vida fuese un videojuego donde basta pulsar restart tras cada golpe. Sin que pase por nuestra mente ni siquiera un pensamiento invasivo de huesos rotos y familias destrozadas.


Me imagino que parte del problema es que sobre esto no llueven notificaciones, ni stories, ni vídeos de TikTok. Pero llevamos ya cuatro muertos este año en Galicia: un niño de 14 años en Marín, otro en Pontevedra al lanzarse desde un puente sobre el Lérez, uno más en Catoira y otro en Soutomaior.


Tal vez sea que la valentía ya no se mide en metros de altura, sino en aplausos de los colegas. El salto es para el vídeo, no para el recuerdo. El problema es que la consecuencia no entiende de postureo. La foto del salto se esfuma en 24 horas. La lesión medular no. Esa dura toda la vida. Y no hay filtro, ni retoque, ni viralidad que la maquille.


Los médicos son claros: el agua no es blanda. A partir de diez metros de altura, se comporta como cemento. Entrar de cabeza en un río o en el mar es una ruleta rusa. Incluso de pie, el golpe puede romper tobillos, rodillas o costillas. Y si el fondo está cerca, el premio puede ser la muerte o la tetraplejia.


En España, un centenar de personas terminan cada año en sillas de ruedas por un salto mal hecho. Las campañas insisten, pero parece que el mensaje no llega, porque, sin duda, estamos a otra cosa. El futuro no nos dio alas: nos dio cobertura. Y con ella, el valor suficiente para seguir estrellándonos, pese a tener toda la información a golpe de clic.

De cabeza no, con cabeza sí

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