El nacionalismo es un negacionismo, y no menor; tanto, que le cabe negarse a él mismo para así afirmarse en la precariedad del ideal que lo sostiene. Porque no cabe sino pensar que se está negando aquel que busca desenterrar de él todo lo que entiende que no es él, sin alcanzar a explicar jamás quién es él; porque sí, está la identidad, la lengua, la raza, la sangre, la rabia, ¿pero no son ellas comunes a todos los hombres?, ¿no gozan todos de esas mismas cualidades? Y siendo así, ¿por qué ese afán por aferrarse a lo que ya tenemos? ¿Por qué no abrir ese ser a otras rarezas y prodigios de la convivencia, como es el de crear un espacio común donde encontrarnos, entendernos y respetarnos en la medida de lo que valemos y en lo que somos importantes? Hablo de la singularidad, esa afirmación en el propio ser capaz de diferenciarnos sobre el nadir y bajo el cenit del humano universo y el vasto extravío de la humanidad.
Hemos de entender que la cerrazón del nacionalismo no es sino una decidida apuesta por el supremo egoísmo de sentirnos propietarios de una tierra y gregarios de una colectividad, una huida, en suma, de lo singular para alejarnos de lo universal en favor de lo local como ideal de propiedad.
Si defendemos esa ofensa, no estaremos amando más nuestro origen, sino envileciéndolo. Galicia es un lugar de acogida y respeto al que llega. Ese es su principal valor, lo demás lo tendrá en la medida en que valoremos a los demás.