Dios, líder, delirio

Perder el imperio de la razón, como lo estamos perdiendo, nos conduce, como es lógico, a pérdidas mayores, como es el de la ley, la del sentido de justicia, la de la elemental libertad de pensamiento, la esencial distinción entre el bien y el mal en aquello que se expresa con toda claridad en nuestras personas, dignidades y conciencias.


Al hombre le cabe disculpar la debilidad de un dios —ser apartado, huraño, inescrutable, dogmático, autoritario, arbitrario, implacable— por fuerza de la debilidad de su naturaleza, sometida siempre al albur de lo irremediable y contingente. Fatalidad que lo mantiene en vilo y que remedia, mal remedio, con la idea de un ser superior de la medida del narrado, capaz de ordenar en su vida según su criterio y capricho. Un dios en el que ha de perderse para ganarse en el don de su misericordia y favor.


Sí, definitivamente, al hombre se le debe perdonar esa brutalidad que lo mutila y aleja de él y de sus semejantes, pero no se le puede perdonar que se ate a un líder, elevando a un hombre a la categoría de dios, y menos que lo haga con la dudosa ambición de hacer de él un tirano a su servicio. Para esta decisión es forzoso perder la razón y con ella la dignidad y la decencia intelectual. No es volverse loco, es fanatizarse, algo infinitamente peor, porque el loco actúa según el desinteresado criterio de su delirio, mientras que el fanático convierte, interesado, en delirante todo cuanto toca.

Dios, líder, delirio

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