Portentosa luz se desvela sobre el tejado, de la mano de la brisa, el delicado dédalo de seda de araña que lo tensa y hace sonar como si en vez de la inerte estructura de grisácea y roja alfarería que es, fuese un delicado instrumento capaz de enardecer el alma al ritmo de una sinfonía que solo puedo percibir con el sentido de la vista, quizá, para que la pueda consentir y celebrar sin estallar de gozo.
Ver, con sosiego, lo que habría de oír, con alborozo, su arrebatado son, porque suena –no es una metáfora–, suena en mis ojos con la misma intensidad que si lo hiciese en los oídos. Así lo percibo. Ocurre que no estoy acostumbrado a oír con ellos y a menudo me extravío en una nota para recobrarme en la siguiente.
En el tejado, bajo la presencia de la luz, se me muestra no solo el cordaje del instrumento que tañe la brisa, sino que lo hace también la partitura completa de la obra que con excelsa maestría ejecuta. Brisa que en esta luminosa arquitectura se desvela, a su vez, en todo su esplendor. Es verdad que no puedo verla, pero puedo oirla latir en cada hilo que mece, todos y cada uno son capaces de definirla. Es un sonido dentro de esa escala de silencios capaces de llenar el silencio que la luz alberga en su ser.