En octubre, últimamente, han pasado muchas cosas en España. Por ejemplo, aquel 1 de octubre de 2016, cuando Pedro Sánchez fue casi literalmente defenestrado de ‘su’ sede de Ferraz. O el 1-O del año siguiente, cuando se celebró aquel simulacro de referéndum independentista, que obligó al Rey Felipe VI a pronunciar ante las cámaras de televisión un durísimo discurso dos días después. Las cosas han cambiado mucho en este tiempo: hoy, Sánchez prepara el congreso de un partido, el PSOE, en el que toda sombra de disidencia ha sido borrada. Y, desde luego, este 3-O carecería por completo de sentido una intervención tan polémica, traumática como la del jefe del Estado, basada, dijo, en que “estamos viviendo momentos muy graves para nuestra vida democrática”. Y era, entonces, muy cierto.
Digo que mucho ha variado, quisiera creer que para mejor, en los cuatro años transcurridos desde aquel octubre, en el que Puigdemont, entonces presidente de la Generalitat, cometió todos los errores imaginables, que acabarían llevándole a él a la fuga y a su círculo más próximo a prisión, en medio de no pocas convulsiones judiciales. Hoy, la Generalitat y el Gobierno central se muestran de acuerdo en que hay que ‘ganar tiempo’, la famosa ‘conllevanza’ orteguiana, en una mesa de negociación que quizá no sirva para mucho más que para seguir hablando, lo que ya es mucho si se compara con el clima en 2017.
Claro que ahora tampoco está Pablo Iglesias, que atizó el fuego contra el discurso del Monarca y contra el entendimiento entre los españoles. Y el independentismo aparece más dividido que nunca. Ya sé que las buenas noticias no son noticia, pero me arriesgaré a decir que me parece que una cierta brisa de concordia sopla en las velas del tan desnortado buque de la política española: Rajoy y Felipe González se palmean las espaldas, Díaz Ayuso piropea a Casado, desactivando bastante, creo, las trompetas de discordia en el principal partido de la oposición, que corta orejas en las plazas de toros.
Hay más: en Andalucía, ya que no en La Moncloa, se inicia un diálogo entre el presidente de la Junta, Moreno Bonilla, y el líder de la oposición socialista en esa Comunidad, Juan Espadas. Y, desde luego, en el PSOE no queda ni rastro de aquel cisma que, en parte provocado por él mismo, dejó a Sánchez fuera de la secretaría general, de Ferraz y del escaño en el Congreso. Puede que el Sánchez de octubre 2021, ese personaje algo desconcertante que dentro de pocos meses cumplirá cincuenta años, sea bastante otro en comparación con el político lamentable en el que se había convertido en 2016. Es el hombre que busca consensos en Cataluña y en su propio Gobierno pero que aún no lo ha hecho con el principal representante de la oposición.
Este, el de la España del consenso, del pacto transversal para el progreso, sigue siendo el principal agujero en la actividad de un presidente que, reconozcámoslo, ha logrado, con pandemia y todo y desde luego no en solitario, sino con la ayuda de muchos, que podamos colocar al comienzo de este comentario el titular que lo encabeza: aquel país en máxima crispación, que obligó a la intervención crítica y de urgencia del Rey, ya no es el mismo, aunque persistan muchos focos de tensión, algunos de ellos afectando, como es patente, a la propia Zarzuela. No, no soy optimista, ni siquiera, me parece, soy utópico: solamente quiero creer, lo digo una vez más, que este mes de octubre va a ser de menos bronca y broncas que los precedentes. Y que quizá avanzamos algo, algo, hacia la reconciliación nacional.