Cuando estalló la noche. El enemigo no sospechaba. ¿O sí?

Cuando estalló la noche.  El enemigo no sospechaba. ¿O sí?
La novela del historiador ferrolano fue finalista del premio literario Fernando Arenas Quintela en su edición de 2021

Si algo hay que agradecer a esta novela de ficción de Guillermo LLorca es el enorme placer de leerla de un tirón. No siempre pasa. Me tenía acostumbrada a sus rigurosos trabajos de investigación, sobre todo de historia ferrolana, e incluso a relatos cortos, y he de admitir que no estaba preparada para esta encerrona sorprendente de tensión y espías en aquel Ferrol entre 1941-1943.


Con un perfecto dominio de la geografía ferrolana, sus barrios, sus calles, sus personajes creíbles, me ha transportado a ese otro Ferrol imaginado que conozco a través de las fotografías antiguas de casa, de los relatos de mis abuelas y mis padres y de los textos y retales hemerográficos que he ido leyendo a lo largo de estos años. Ese Ferrol fascinante de los años cuarenta estaba ahí, condensado con el aroma de lo nuevo, como si aquellas personas y situaciones de las que me habían hablado hubieran cobrado vida.

No debe sorprendernos este giro de tuerca de G. LLorca. Tantos años de investigación, de búsqueda de fuentes, de charlas del “rey al paje” (de almirantes a soldados rasos, de zapateros a sastres, de empresarios a botones, de criadas a señoras), tenía que desembocar en un estudio sociológico exhaustivo y creíble de la sociedad ferrolana.


Con un ritmo cinematográfico a base de secuencias al estilo del mejor cine clásico americano de los cuarenta o del magnífico Hitchcock de su época inglesa con “Los 39 escalones” o “Sabotaje”, teje un relato como si tuviera una cámara en vez de la pluma entre las manos con técnicas cinematográficas (flash back, elipsis, fundidos en negro) lo que le confiere una tensión intercalando situaciones, ambientes y personajes para conseguir ese “suspense” que acompaña a toda la narración.


Una situación real, la famosa explosión del Polvorín de Caranza, ocurrida en Ferrol en 1943 a la que siguió una “Noche de Cristales Rotos” –feliz relación con la noche del mismo nombre cuando el barrio judío berlinés crepitó a la luz de las antorchas y los cristales de los escaparates rotos bajo la barbarie nazi– sirve de excusa para escribir una estupenda novela de espionaje y su autor hace que nos creamos que así se sucedieron los hechos históricos.


Porque, sobre todo, es una novela ferrolana. Los personajes, los ambientes, la geografía, las costumbres nos llevan a aquel Ferrol recordado por unos y soñado por otros. Fruto de la observación y esa mirada inteligente, cada personaje no está construido al azar. Muchos de ellos existieron y otros son una mezcla de varios individuos en el que su autor hilvana con una minuciosidad de orfebre (desde el apellido del protagonista Laugthon hasta Pepa/Mela la Carbonera, el camarero Platas de “La Ibense” (segunda patria chica de su autor). Introduce, además, muchos guiños a su infancia y adolescencia: los helados de La Ibense y su cucurucho de mantecado, el “prota” tiene un hermano que se llama George (como su hermano Jorge)… y los trazados perfectos de cada rincón del barrio de Ferrol Vello, las calles rectilíneas de la Magdalena con sus sastrerías (Nicolás y Mejuto), confiterías (“La Gloria”), bares, cafés, tiendas de ventas de bicicletas, hoteles (“Ideal Room” y “Galiano”), el cuadro de Esteiro, la Casa del Patín y su Hospital de Marina, la aldea de Canido, los merenderos de Caranza y sobre todo la costa de Doniños, San Xurxo, Covas… No hay ningún rincón del litoral que no mencione. No se olvida de A Graña, San Felipe, Monte Ventoso, Campelo, cada accidente geográfico le sirve de pretexto para introducir a los personajes en situaciones que guardan relación con la trama. Ferrol y sus gentes como el gran protagonista.


Al mismo tiempo son maravillosas y detallistas las descripciones de las comidas, desde el ambiente más refinado a las tascas y viviendas más humildes. Pequeñas pinceladas de costumbrismo ferrolano en cada página para deleite del lector porque, efectivamente y hay documentos que lo demuestran, entre 1941/1943 en el Ideal Room o en El Suizo se comía gallina trufada, langostas de la ría y solomillo al jerez frente a la escasez y el racionamiento muchos hogares. Se permite describir con toda minuciosidad el acostumbrado bacalao con coliflor de Navidad y el consabido arroz con leche del día del patrón San Julián.


Un protagonista, Thomas Laugthon, y todos los secundarios, tan imprescindibles como el propio Thomas. A su lado, su contrapunto femenino, Amalita, una joven adelantada a su época, bastante más libre en mentalidad y formación que las mujeres de aquel tiempo que se permite salir sin “carabinas” y otras licencias eróticas más allá del besamanos. Llorca ha jugado con la vida ferrolana de los cuarenta a su antojo, uniendo aquí y allá aquellas singularidades de esas costumbres provincianas recreando unos personajes como el masón, un encantador Charles Martin, el “plumillas” Carlín, al lado de personajes siniestros en cada esquina, alambradas, metralletas, submarinos con la esvástica ondeando en cada rincón de la ciudad, soldados, miedo, terror. Un Ferrol dividido entre aliados y germanófilos con la cultura clásica como telón de fondo y esa referencia a canciones de la época –que me permití escuchar– al hilo de la lectura para meterme en la trama.


Hay dos momentos importantes, dos secuencias, porque estamos hablando casi de un guión cinematográfico, que conviene resaltar. Una de ellas es la entrevista del protagonista con el coronel aliado en el Museo Naval de Madrid donde, con el cuadro Combate Naval de Trafalgar de Justo Ruiz Luna, vive con incertidumbre seguir con la misión encomendada o desistir. Llorca refleja esa tremenda duda con una eficacia en el lenguaje que somos capaces de sentir la angustia del espía inglés. La segunda es su habilidad para establecer el paralelismo entre la recepción celebrada en el Pazo de Meirás con banquete y fuegos artificiales para homenajear la llegada de Francisco Franco y su familia a su veraneo habitual en Sada al mismo tiempo que se oyen el eco de las detonaciones en el polvorín de Caranza. Una explosión de luz y fuego con intención bien distinta.


Decía Irene Vallejo en su magnífico ensayo “El infinito en un junco” que el escritor, como su personaje, necesita dar testimonio de una época infernal que se está desvaneciendo como niebla dispersada por el viento. El olvido quiere engullir todo, a no ser que le opongamos el esfuerzo de registrar lo que fue. Las futuras generaciones tienen derecho a reclamar el pasado.


Esa ha sido su intención. Conservar nuestra memoria a través de un hecho histórico real que ha recreado y jugado a su libre albedrío y que nos ofrece la oportunidad de conocer aquel Ferrol de posguerra dibujado en los libros de Historia como una época gris, pacata y encorsetada como enormemente rica y fascinante.

Cuando estalló la noche. El enemigo no sospechaba. ¿O sí?

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