como ocurre tantas veces, nos obcecamos mirando el dedo que señala la luna, no contemplando la inmensa belleza de la luna. España es el país absorto ante el detalle más o menos nimio, no el que está atento a los grandes procesos de cambio. Y no perdemos ocasión, ya nos lo decía Bismarck, de profundizar en la división de las dos Españas en cuanto nos llega la menor oportunidad. Ahora es el empleo o no por el Gobierno de la palabra ‘dictadura’ para definir al régimen cubano. Se enfurecen unos porque ni Pedro Sánchez, ni su nuevo ministro Albares, ni la portavoz Rodríguez, han utilizado este término al referirse a lo que está ocurriendo en la isla en la que Díaz Canel manda con puño de hierro envuelto en guante de plomo, que no de terciopelo.
A mí me preocupa poco el que Sánchez o su ministro de Exteriores, o la nueva y aparentemente simpática portavoz gubernamental, califiquen de ‘dictadura’ al sistema que gobierna en un país por el que los españoles, desde siempre, sentimos un muy especial cariño y sintonía: no fue Cuba una colonia, sino la última provincia de ultramar.
Creo que, desde Franco, la relación diplomática con Cuba ha sido muy especial. Lo que no sé es si España ha sabido desempeñar siempre el papel que le corresponde moralmente en favor de esos cubanos oprimidos, hambrientos, cercados. Hoy, cuando miles de personas salen a las calles más pidiendo comida y vacunas que libertades, creo que lo que al Gobierno español debe preocuparle alguna cosa más que la semántica. Camila Acosta, por ejemplo.
La periodista, corresponsal en La Habana de un periódico español y pareja de un notorio intelectual disidente, fue arrestada y acusada por cumplir con su deber: narrar lo que está pasando. Que es algo que Díaz Canel, cortando Internet, trata de impedir a toda costa. Y es obligación del Gobierno español denunciar que una veintena de periodistas permanecen bajo arresto y otros muchos están vigilados, sin que puedan ejercer libremente su profesión. Sin prensa libre sí hay dictadura.
Pero ya digo que me parece casi nimio si Pedro Sánchez denuncia que Cuba “no es una democracia” y no asciende el reproche hasta mencionar la palabra que por lo visto es el objeto de la última controversia política entre Gobierno y oposición. No, ni Sánchez tiene la culpa de lo que ocurre en La Habana y otras ciudades del país, ni la diplomacia de Albares puede mirar hacia otro lado mientras Camila y ‘otros Camilas’ sufren la represión. Me parece que la diplomacia española tiene un papel clave, ante la UE y ante Estados Unidos, para facilitar la evolución de Cuba hacia una democracia plena: sobre eso le preguntarán sin duda no poco a Pedro Sánchez en su inminente desplazamiento a Estados Unidos.
Hora es de que la política exterior española recupere algo de protagonismo, y no me refiero solamente a Marruecos. Latinoamérica es un polvorín en el que nuestro país ha dejado de tener la influencia que sí tuvo, por ejemplo, con Felipe González. Por historia, lengua, costumbres y por empatía innata, España es la nación que más tiene que influir ante las democracias occidentales para que el creciente totalitarismo que se enseñorea de tantos países hermanos latinoamericanos retroceda y para que volvamos a los viejos, sin duda mejores, tiempos. Y, francamente, me importa un pito si, en sus gestiones, nuestros representantes emplean o no la palabra ‘dictadura’. Lo importante es que tales gestiones sean eficaces. Quisiera estar seguro de que mi Gobierno se empeña en una tarea que por tantos motivos habría de ser prioritaria en su acción exterior.