Éramos pocos y la Junta Electoral Central se une a la polémica acerca de la falta de idoneidad de nuestra legislación de las elecciones. El máximo árbitro regulador de los comicios puede equivocarse una vez, ser polémico en un par de ocasiones, incluso ser, excepcionalmente, piedra de escándalo. Lo que no puede hacer es vivir de ocurrencias, rabietas, decisiones unilaterales y del espectáculo de una enorme división interna.
Lo de impedir a los fugados Puigdemont, Comín y Ponsatí presentarse a las elecciones europeas, por su condición de prófugos, ha sido la gota que ha colmado el vaso. Incluso los menos versados en Derecho podrían haber asegurado que este veto, no adoptado de manera unánime en el seno de la JEC, iba a ser piedra de escándalo. Lo ha sido. Y ha tenido que ser revocado por los tribunales, tras poner en tela de juicio hasta al Supremo, que se inhibió en favor de una instancia inferior.
Claro que antes habían sido los vetos a la posibilidad de que Vox participase en los debates televisivos, la exclusión de Samir Naïm de las listas, la prohibición de que Carmena y Errejón sean tratados por los medios públicos de la misma manera que sus contendientes madrileños. Lo habíamos advertido: ante situaciones excepcionales, inéditas, no cabe que un organismo público haga de su capa un sayo y tome decisiones que van a resultar dañosas para el propio concepto de la democracia representativa. Y menos, reflejando una profunda división intestina. Y menos aún, cuando se trata de un órgano encargado de poner paz ante las disensiones, no de crearlas donde no las había.
Tratar de apartar a Puigdemont y sus compinches de fuga de la posibilidad de presentarse a las elecciones ha sido una decisión enormemente polémica –tanto, que el propio presidente de la JEC, Segundo Menéndez, un magistrado muy bien conceptuado por sus compañeros, se negó a respaldarla–, y revocada por los tribunales afortunadamente antes de que las instancias europeas diesen un nuevo varapalo a los órganos reglamentistas españoles. Se ha fomentado el victimismo de los peores secesionistas, los que de veras quieren –bueno, sin duda Esquerra también lo pretende, pero disimula mejor y se muestra más realista– destruir al Estado. Se ha ofrecido una mala imagen de la democracia española. Y se ha reforzado la sensación generalizada de que con esta normativa electoral no podemos seguir mucho más tiempo.
Ignoro si Pedro Sánchez y Casado habrán hablado de esto en su cumbre de este lunes –tardaremos en saber el contenido completo de los temas tratados en el encuentro–, pero no me cabe duda de que uno de los primeros consensos regeneracionistas entre ambos debe referirse, desde luego, a esta normativa electoral anticuada, poco democrática y arbitraria, en la que casi todo se deja, en la recta final, en manos de unos magistrados y catedráticos, los que integran la JEC, mucho más atentos a las comas de la legislación que al sentido común. Nunca más.