Quien no haya viajado a Egipto pensará que todas las palabras que yo pueda verte en estas páginas no son más que ruidos distorsionados que sólo amplifican el eco de las palabras de otros. Los que en los últimos días hemos tenido la oportunidad de dejarnos mecer por la tranquilidad y el silencio de las aguas del Nilo, sentiremos que cualquiera de estas palabras resulta pobre e ineficaz para explicar como Egipto se mete dentro de uno y lo hace para quedarse.
Egipto no se entiende sin el Nilo y vive de él a pesar del desierto, que parece no tener límite. En esta llanura infinita el sol aparece muy temprano tiñendo el horizonte de un luminoso rojo anaranjado y centelleando en el líquido discurrir del agua.
Cuando uno llega al valle del Nilo y se topa con la memoria infinita de los siglos experimenta una sensación de asombro y reverencia. Allí están desvelados muchos de los misterios de los símbolos sagrados y del lenguaje de los dioses y, sin embargo, son muchas las preguntas que permanecen todavía ocultas sin respuesta entre la arena abrasadora del desierto.
En este escenario magnífico, como ha venido sucediendo milenio tras milenio, el ciclo de la vida se repite cada día en el firmamento cuando dios del sol recorre el horizonte, atraviesa las horas de la noche y nace de nuevo para iluminar el mundo de los vivos. Debe ser esa luz que lo inunda todo la que nos invita a unirnos a la rueda, despertando en alguna parte de nosotros la necesidad de hacernos uno con el entorno, de beber en la fuente de esa espiritualidad profunda que envuelve los misterios de la vida y la muerte y saciar allí mismo la sed del alma.
Navegar por el Nilo es mucho más que solazarse en el verdor de sus riberas, en el bullicio de sus mercados o las caras amables de la gente. Es, por encima de todo, despertar los sentidos y apreciar cómo, desde la precariedad de la vida en el borde mismo del desierto, los egipcios han forjado una civilización para la eternidad.
Tal vez por eso Egipto ejerce tal poder de fascinación sobre los que hemos podido ver salir el Sol por encima de sus templos, de sentirnos estúpidos ante la sabiduría matemática que encierran y crédulos ante su vinculación con el cosmos y el más allá. Hechizados, nos dejamos arrastrar a un mundo de cosmogonías e imágenes inolvidables de dimensiones superlativas.
Al alba, con las primeras luces de un día que aún no ha despuntado, atravesamos el desierto y nos adentramos en el corazón de la tierra Nubia para ver amanecer sobre los templos de Abu Simbel y sentir la fuerza de la mirada milenaria de Ramsés II clavada fijamente en el horizonte donde nace el Sol.
Navegamos hacia el norte surcando las aguas viajeras del gran río. Los templos de Philae, Kom Ombo y Edfu permanecen en la orilla como barcos varados, ajemos al discurrir de las silenciosas falúas y de los barcos que se dirigen a Luxor, la antigua Tebas, cuya grandeza, hoy como ayer, se extiende sobre las dos orillas del río que da vida a Egipto.
En la orilla de la vida las ruinas de los templos de Luxor y Karnak desafían al tiempo entre columnas, esfinges y bajorrelieves; en la orilla de la muerte, en medio de un paisaje árido, ocultos bajo tierra o excavados en la roca, los monumentos funerarios del Valle de los Reyes, profusamente decorados con jeroglíficos, ocultan los tesoros del faraón.
Es precisamente allí, en ese páramo ardiente y desolado elegido como lugar de descanso eterno de los faraones donde uno se enfrenta al verdadero sentido de la cultura del antiguo Egipto. En medio de un silencio sepulcral roto solamente por los pasos y las voces de los curiosos que nos atrevemos a romper la paz de este lugar sagrado, en la profundidad de las tumbas, brilla la luz de Egipto.
Lo que resulta verdaderamente perturbador es encontrarse allí, en las entrañas de estas moradas de eternidad, y hacernos conscientes de la pobreza de nuestra propia espiritualidad. Nosotros, acostumbrados a sustituir lo transcendente por lo inmediato, ponemos el ojo solo en aquello que el antiguo Egipto tiene de exótico y pasamos por alto la antigua sabiduría que, al fin y al cabo, está en la base de nuestra civilización.