La libertad solidaria

Hoy, los derechos fundamentales de la persona, se conciben, y se practican, de forma netamente individualista. Incluso muchas políticas públicas que se diseñan para expandir los derechos se concentran únicamente en el campo de las opciones o preferencias individuales. Tales operaciones, que lesionan básicos derechos sociales fundamentales de la persona, no tienen presente las condiciones reales de ejercicio de la libertad. Por ejemplo, facilitar la muerte del enfermo incurable sin ofrecer un plan razonable y humano de cuidados paliativos suele encerrar una perspectiva utilitaria de la vida humana. Por eso, hoy cobra especial relevancia la tarea de garantizar derechos sociales fundamentales que atiendan a la defensa de la fragilidad humana y evite esta cultura del descarte en la que los seres humanos, incluso los que están por llegar, son objeto de usar y tirar.
Las diferentes posiciones existentes en relación con el concepto de libertad y con la noción de solidaridad, se enconan, es lógico, en tiempos de zozobra y de crisis. En estos casos, y en estos tiempos, las cuestiones tienden a simplificarse y, con ocasión y sin ella, aparece el pensamiento bipolar y maniqueo, tan español como acredita nuestra historia. Por supuesto los conceptos de libertad y solidaridad no se escapan de estos esquemas.
Efectivamente, una concepción puramente individualista de la libertad, que suele acompañar algunas posiciones liberales doctrinarias, entiende la libertad como una capacidad para el uso y disfrute exclusivamente individual. La libertad, según estas interpretaciones, es sólo libertad para mí, me interesa la libertad de los demás en tanto en cuanto se erige como una garantía de la mía propia; en última instancia concibo la libertad de los otros como una limitación de la mía, porque donde empieza aquella termina esta. Libertad de expresión, de manifestación, de reunión…
En la lectura contraria, desde las posiciones marxistas –y también, por cierto, desde las nacionalistas-, se entiende la libertad sólo en un sentido colectivo, la libertad de una clase universal o la libertad nacional, de modo que las libertades individuales aparecen sometidas, o condicionadas por los intereses superiores que el Estado debe administrar.
Esta contraposición clásica entre libertad e igualdad ha estado presente en la secular discordia simbolizada en el enfrentamiento político entre derechas e izquierdas. Sin embargo los límites de esas mismas definiciones quedan patentes cuando el socialismo moderado se presenta a sí mismo –legítimamente- como defensor de las libertades individuales, y la derecha democrática reivindica –con no menos legitimidad- sus reales e históricas aportaciones a la integración social.
La utopía comunista tiene, desde luego, su valor, -histórico, ideológico, emotivo-, pero desde un punto de vista político ha perdido todo su sentido, según lo prueba el reiterado fracaso de las tentativas de aplicación en tantas latitudes y épocas y con tantas fórmulas. Lo mismo podríamos decir de la utopía liberal, aunque en algunas formulaciones del liberalismo doctrinal cabría más bien hablar de su error de partida, señalado tantas veces por algunos de sus críticos, como lo es la suposición de que todos somos, realmente y en la misma medida, seres libres y autónomos.
El ejercicio y la promoción de la libertad solidaria es la clave para entender estos dos conceptos en el Estado social y democrático de Derecho. En efecto, o somos capaces de conjugar adecuadamente estos dos vectores fundamentales de la vida social y política o posiblemente los sistemas democráticos habrán culminado su carrera histórica. No se trata de ningún descubrimiento, se trata de la constatación de un hecho. Nadie en su sano juicio puede discutir hoy la necesidad de los emprendedores, de un sector empresarial dinámico, innovador, imaginativo, eficiente. Ni se puede pasar por alto la necesidad de priorizar la atención de los menos favorecidos, entre ellos los pensionistas, enfermos y parados, y de contar con la presencia de los agentes sociales, muy particularmente de los sindicatos, en el planeamiento y aplicación de la política nacional o supranacional.
La libertad tiene su fundamento antropológico en la centralidad de la persona, y en una dimensión ética más real, en cuanto la solidaridad y, por tanto, la integración y el equilibrio social no se consideran posibles  sin el concurso de todos los sectores sociales.
Una política de solidaridad libre y socialmente asumida sólo es posible desde los fundamentos culturales de una sociedad realmente libre y solidaria, no desde la imposición estatal. O la acción de gobierno se conjuga con el sentir y la iniciativa social, o carecerá de efectos o, lo que es peor, se aplicará imperativamente, con consecuencias potencialmente devastadores sobre el tejido social y productivo. Pretender una acción desde un sentir mayoritario que no represente de hecho el sentir general, de todos los sectores de la ciudadanía, es un fraude. Ahí no hay solidaridad, porque no hay libertad.
Igualmente, una libertad que no tome en cuenta la dimensión social de la persona, además de tratarse de una libertad reducida, es falsa, porque lo real es que la libertad pueda ser ejercida por todos, también por aquellos que precisan de acciones positivas de los Poderes públicos para realizarla. Además, la libertad de los demás no es sólo garantía de la mía, sino que me hace realmente más libre, de manera que la posibilidad de hacer más libres a los demás aumenta cuando desde mi propia libertad busco la cooperación con ellos. Es un imperativo ético y político la creación de las condiciones sociales y culturales que hagan posible el ejercicio de una libertad auténtica por parte de cada ciudadano. Aquí atisbo una conexión de fondo de la política con la ética pública que trascendería el marco de un código de comportamientos.
Libertad solidaria es una expresión cada vez más actual y necesaria. Porque la libertad es el marco adecuado, necesario, para que se produzca la apertura a los demás que se afirma en la solidaridad. Así la libertad de los demás ya no se entiende primariamente como un límite de la mía –aunque lo sea, considerada negativamente- sino que la libertad de los demás posibilita, mediante el acuerdo, el diálogo, el entendimiento, una ampliación sin límites de mi propia libertad. Es decir, para que la libertad sea tal debe ser solidaria.

La libertad solidaria

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