La tentación creciente, y me parece que compartida por no pocas gentes, es dejarse en paz de política. ¡Que les den! Es la expresión que brota del sentimiento de creciente desapego. Y podría ser una solución. Si ellos, los políticos nos dejaran en paz a nosotros. Y eso no lo van a hacer jamás. Nunca.
Porque no cejan. Cada día, a cada hora, a cada momento la persecución del ciudadano y del individuo por el poder político aumenta, hasta invadirlo ya todo, hasta lo más íntimo, lo más personal, hasta el último reducto. No creo que a lo largo de toda la historia de la humanidad haya habido en este sentido un control mayor y más absoluto de todos nuestros actos. De todos.
La sociedad, la civilización son, qué duda cabe, normas adoptadas entre todos, para poder convivir. Unas normas básicas, generales y que afectan a nuestros comportamientos desde luego en el sentido y razón de que estos actos pueden afectar a lo demás.
Cierto. Pero lo de ahora ya ha trasgredido kilométricamente esa función. Esa línea roja ha sido no sólo traspasada sino pisoteada, borrada, enterrada y reducida a la nada. Ahora nos asaltan e imponen algo que va mucho más allá de un interés general. Nos obligan a aceptar coercitivamente unas pautas de conducta que se consideran “apropiadas” y nos prohíben otras que se consideran “no apropiadas”.
El castigo oscila entre la exclusión como apestado hasta la sanción punitiva. Incluso hasta preventivamente, con tan solo expresarlo, porque también se castiga y se amordaza la posible oposición o crítica y el ejercerla ya te significa ser arrojado a las tinieblas exteriores.
Vivimos tiempos oscuros, retrógrados, aunque se proclame lo contrario, de decadencia y destrucción, sin construcción alguna, de lo que ha sido, y no solo en nuestro país sino en todo nuestro entorno compartido, de las secuencias civilizadoras. Empieza a resultar cada vez más asfixiante y más opresiva la presión que se ejerce a cada instante sobre nosotros.
En el fondo, uno, ya con callo, hasta lo aguantaría. Si al menos te dejaran un momento de respiro, si cesaran de bombardearnos sin tregua de la mañana a la noche, si no tuvieran las 24 horas los altavoces encendidos y obligarnos a soportar de continuo su palabrería, su ruido, su sarta continuada de babosas mentiras. ¡Si al menos se callaran un poco, algún momento y nos dejarán en paz!. Pero no pueden hacerlo porque si lo hicieran y gustáramos de su silencio es posible que ya no quisiéramos volver a soportarlos nunca.