Ni mucho, ni poco. No dijo que sí, pero tampoco dijo que no. Gallego de pura cepa, como es el presidente del gobierno, las frases podrían servir perfectamente para sacar conclusiones como las que se derivan de las propias de cada uno de los dos partidos en liza a la hora de evaluar el resultado del debate del estado de la nación.
Tal vez lo único, al margen de los contextos ya asumidos por el conjunto de una población que cada vez parece creer en menos o, lo que es peor, en nadie, fue el reconocimiento explícito de que cuestiones como la corrupción, la carencia de resultados reales –aquellos que trascienden a quien verdaderamente debería hacerlo– de la política del gobierno y el ambiguo y tenue reconocimiento a los problemas que atenazan a este país, fue eso de constatar el desasosiego de una parte más que considerable de la ciudadanía.
Debatir sobre la situación de un Estado en el que la desconfianza se ha convertido en la única moneda de cambio político debería servir al menos para que se hubiesen dado reflexiones más profundas que las de haberse “relajado en la exigencia ética” o que “falló el control”. ¿Acaso no es eso precisamente –ética y control– lo mínimo que se exige de un político? No es que tengamos que excluir también de esta casta toda pecado capital, pero sí suponer que por su parte existe la mínima intención de no cometerlos.
¿Qué sería entonces un Estado sin ética, sin la simple, aunque variable, capacidad para controlar aquello que vulnera su esencia, que no es otra cosa que la capacidad de confianza en la tutela, en la guarda, en la protección de lo básico y lo esencial? Léase una vivienda digna, alimentación, sanidad, protección ante la injusticia... ¿No es acaso todo eso, de forma individual, conjugada y combinada, lo que, en resumidas cuentas, transmite sosiego, eso que precisamente ahora se reconoce que no existe? En el mismo informativo en que daba cuenta de la primera sesión del debate, otro apartado abordaba el caso de unos alumnos de un colegio canario que llegaban a clase sin desayunar y de los esfuerzos de profesores y asociaciones por garantizarles un mínimo de dignidad.
Desasosiego es lo que causa que se dé educación pero no nada que llevarse a la boca o que en un hospital privado, contratado por la Sanidad Público, con la canícula del verano entrando a borbotones por la ventana, se restrinja el agua a un solo botellín diario. Son solo ejemplos. Lo lamentable es que solo sirvan de argumento político, no para ejercitar el sentido común que invita a solventarlos. Poco importa que se diga que todo se va resolver o que lo que se está haciendo permitirá que se resuelva; la cuestión es saber cuándo, en un país en el que la capacidad de resistencia se mide ya en grados de consumo de ansiolíticos.