esde las montañas del Cáucaso llegamos a Estambul a tiempo de ver cómo la ciudad de las mil y una noches apaga las últimas luces y el sol comienza a inundarlo todo, desde el Mar Negro al de Mármara. En sus calles, bulliciosas desde el amanecer, nos esperan mezquitas, bazares y todos los aromas y los colores de Oriente como la promesa de una experiencia inolvidable y exótica.
La estancia tan corta en una ciudad que aparece inmensa ante nosotros no nos deja más opción que aligerar el paso y abrir bien los ojos a su cegadora belleza.
Esta fue nuestra primera vez en Estambul; la primera vez que la llamada del muecín convocando a la oración desde los minaretes de las mezquitas nos despertó al amanecer y rompió nuestro hechizo cuatro veces más al día con una letanía poderosa, monocorde y sobrecogedora. Fue la primera vez que navegamos por el Bósforo y tocamos las costas de Asia y fue también la primera vez que las puertas de Topkapi se abrieron para nosotros y nos permitieron invadir la intimidad del sultán.
Es fácil ir a Estambul y quedar fascinado por sus mezquitas y muy difícil decidir cuál es la más hermosa. La inmensa mole exterior de la mezquita de Suleimán, todo delicadeza en su interior de colores suaves y lámparas que parecen flotar bajo la enorme cúpula, se asoma solitaria al Bósforo con sus minaretes apuntando al cielo, sus cúpulas escalonadas y patios porticados, mientras que los verdaderos iconos de Estambul comparten el espacio en la plaza de Sultanahmet rivalizando en belleza. Santa Sofía, el templo de la Sagrada Sabiduría, con su exterior rosado, macizo y austero, sus minaretes y su cúpula, sus mosaicos y los medallones con los nombres de Alá y, sobre todo, con esa luz que hace etéreo a todo el conjunto, alumbra los anocheceres del Bósforo justo enfrente de la Mezquita Azul.
Estambul seduce porque sorprende. Tan paradójico resulta descubrir que en el kilómetro cero del Imperio Bizantino la Piedra Millón nos muestra el camino a casa, como imposible sospechar el gran bosque de columnas de mármol que esconde el subsuelo de la ciudad y que, envueltas en una luz tenue, parecen surgir del suelo en perfecta simetría, creando la ilusión de una catedral. Allí, en las profundidades de la historia el esporádico plinc, plinc, de las gotas que caen hace de esta antigua cisterna bizantina un espacio húmedo y misterioso en el que no es posible sustraerse a la seducción de la mirada vacía de las Medusas antes de volver al exterior ardiente del Hipódromo Romano, donde la Columna Serpentina, el Obelisco Egipcio y la Fuente Alemana perfilan uno de los espacios públicos más concurridos de la ciudad. Y es que vayamos donde vayamos, cualquier lugar de Estambul nos depara alguna sorpresa. Alejada del centro, en medio de estrechas calles pendientes con antiguas casas de madera de llamativos colores, la iglesia de San Salvador de Cora nos parece un maravilloso rincón tranquilo que compensa, con sus frescos y mosaicos bizantinos, el precio que el calor y las cuestas cobran a nuestras piernas.
Nos cuesta cerrar los ojos porque, de un amanecer a otro, las bulliciosas calles de Estambul dan la impresión de que un insomnio crónico afecta a la ciudad y nos contagia. Los comerciantes vendiendo sus productos a cualquier hora, los porteadores de mercancías, los propios estambulíes y los que han llegado allí persiguiendo un sueño hacen girar la vida al mismo ritmo frenético y mareante que la danza de un derviche.
No hay más que entrar al Gran Bazar para sentir el vértigo que produce la marea de gente pululando entre los miles de puestos de venta de artículos de todo tipo, donde alfombras orientales y pashminas de seda comparten espacio con joyas de intrincados diseños y toda clase de artesanías expuestas en coloridos escaparates y sujetas al juego del regateo.
No hay nada más que sentarse a ver pasar la vida en el Puente de Gálata para llevarse una de las más bonitas estampas de Estambul. Los pescadores que lanzan su caña al mar y esperan pacientes por un pez en el anzuelo, la silueta iluminada de Santa Sofía y las luces multicolores de la ciudad reflejadas en las concurridas aguas del Bósforo.