Si es cierto que la doctrina sobre libertad de expresión y sus límites es amplia y detallada, fruto de la jurisprudencia de los Tribunales y de los estudios académicos, también lo es que hoy por hoy se echan de menos criterios suficientes ante las controversias y conflictos que cada vez en mayor medida plantea el comportamiento al efecto de las redes sociales.
Tal vez por eso, en medio de la polémica por los tuits sobre la muerte del torero Víctor Barrio y un día después de la decisión de llevar a juicio al concejal de Ahora Madrid Guillermo Zapata, ha sido acogida con especial atención la sentencia de la Sala de lo penal del Supremo confirmando el carácter delictivo de unos mensajes en twiter en los que su autora se burlaba y humillaba a dos víctimas de ETA: Miguel Angel Blanco e Irene Villa. Se trata de la primera sentencia del alto tribunal sobre el delito de odio y de enaltecimiento del terrorismo en las redes sociales, que lógicamente está llamada a tener debida repercusión en causas similares.
Merece la pena detenerse en los fundamentos de derecho porque abre la vía –dicen los entendidos– para poder orden en un territorio muy nuevo en el que cada quién, amparado en un cierto anonimato, se puede creer con derecho a decir lo que quiera y como quiera. Como no podía ser de otra forma, la sentencia deja claro que Internet no es una ciudad sin ley y que las redes sociales no pueden convertirse en un agujero negro legal en las que todo tenga cabida.
La resolución se cuida de explicar que no se trata de criminalizar opiniones discrepantes o chistes fáciles y de mal gusto, sino de combatir actuaciones que ocasionan un grave quebranto en el régimen de libertades y daño a la paz de la comunidad. Actuaciones que se enmarcan dentro del discurso del odio, que están referidas a unas personas identificadas con sus nombres y apellidos y que, por tanto, no merecen la cobertura de derechos fundamentales como la libertad de expresión.
Sentado todo ello, no deja de llamar la atención que no ya las clásicas redes sociales por donde tanta basura circula, sino que no pocos medios convencionales den cabida en sus espacios digitales a mensajes que ellos mismos no darían cabida en las páginas de papel o emisiones. Todo un contrasentido. Como si la circulación digital estuviera al margen de derechos y del debido tratamiento a personas e instituciones.
Tampoco se entiende mucho otra práctica hoy bastante habitual en nuestro sistema mediático: la reproducción íntegra, incluso gráfica, de tales mensajes, donde lo único que se consigue es propalar los extremos más gruesos y escandalosos de los mismos. Con un resumen –creo– más que bastaría.