No sé bien por qué, pero me da la impresión que el Gobierno se sintió un tanto defraudado cuando hace unos días se cerró el plazo para que Ayuntamientos y entidades locales le hicieran llegar la relación de deudas con los respectivos proveedores. Tengo para mí que el Gobierno esperaba más. Esperaba más de esos casi dos millones de facturas pendientes de pago que totalizaron 9.584 millones de euros (un billón, con “b”, de pesetas), es decir, casi la mitad de lo previsto por la propia Federación española de Municipios y Provincias (FEMP).
Y sospecho que se sintió defraudado no por que el volumen de la deuda municipal no fuera tanto, sino por que en el afloramiento de la misma el Gobierno veía una magnífica oportunidad para inyectar con prontitud en el sistema una liquidez de la que iban a ser principales beneficiarios autónomos y pymes, es decir, los grandes perdedores de la crisis. Al tiempo ello habría de permitir apoyar financieramente a las entidades locales, que podrían así afrontar obligaciones pendientes a través de un crédito a largo plazo.
Las declaraciones de deudas a proveedores se han quedado muy por debajo de lo esperado tanto en número como en volumen
A falta de que el proceso concluya con las eventuales reclamaciones por parte de los proveedores inicialmente no atendidos, da la impresión de que no pocos concellos no han querido mostrar sus vergüenzas y han preferido acudir a otras vías, más lentas, pero menos comprometidas, como la consignación de las deudas en los propios presupuestos para irlas pagando cuando puedan o quieran. De paso eluden así el control por parte del Gobierno que a través del obligatorio plan de ajuste les habría de caer.
Acostumbrados como estamos a las milmillonarias cifras con que en medio de la crisis nos topamos todos los días, no deja de ser escandaloso que las entidades locales, las menos incumplidoras, por otra parte, de todas las Administraciones públicas, registren tal cantidad de deuda con sus respectivos proveedores. Y eso, como digo, sólo por parte de quienes se han avenido a declararla y eso también sin contar la deuda financiera que así mismo mantienen. Si a estos desfases se suman los habidos en Administración central y comunidades autónomas, ingentemente mayores en números absolutos, habrá que concluir con toda razón que un país no puede funcionar así.
De todas formas, reconducida en parte la Administración central a efectos de su equilibrio presupuestario, y estando como se está en pleno forcejeo con las comunidades autónomas para lograr similar objetivo, pronto habrá de llegarles la hora a las corporaciones locales. Pero antes de establecer las vías de su financiación habrá que determinar competencias. Proceder de otra manera sería como empezar la casa por el tejado, algo que en el ámbito local tiene no pocos precedentes. El último de ellos, las célebres fusiones.