EL PARQUE

El Parque. Así, como sustantivo único, sin nombre que arrastrar en virtud de la Historia, sonaba antes. Ir al parque era sólo eso, ya que no había otro. Únicamente, casi como una pequeña arteria de verde, complementando a la ciudad, estaban la alameda del Cantón, Las Angustias y Herrera. Pero en estos últimos no había peces, ni aves incluso exóticas en grandes pajareras que después se quedaron chicas, ni patos en su estanque, ni recovecos en los que esconder el amor a la sombra de los eucaliptos bajo el rumor de ramas y hojas formando parte de la íntima confidencialidad oculta. En esos días de primavera y verano en los que la lluvia refresca el ambiente y los pulmones se enjuagan con el rubor de las flores y el aroma de la madera y la hierba, su olor se espacia por el entorno como siempre lo hizo, con sus parterres bien cuidados y algún gigante centenario y retorcido a cuya sombra esquiva despliegan sonoros pavos reales sus colores. Es –o era– el Parque.

EL PARQUE

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