Aquellos militantes de la izquierda...

Soy escasamente partidario de conmemorar periodísticamente aniversarios, por muy redondos que sean. Excepto, claro, cuando la cosa viene al hilo de la actualidad. Y, en este caso, creo que viene. Porque este lunes, 9 de abril, se cumplen cuarenta años de aquel ‘sábado santo rojo’, cuando, de improviso, el Gobierno de Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista de España.
Las cosas no estaban precisamente fáciles para que Suárez diese el tremendo paso de meter a la formación de Santiago Carrillo en el registro de partidos legales, que concurrirían a las elecciones que ya todos sabían que serían de hecho constituyentes y que tendrían lugar en junio: ni los militares, ni una parte de la clase económica ni, desde luego, de la política, ni -hay que admitirlo- de la sociedad, estaban dispuestos a permitir que aquel partido, al que, olvidando vigas en el ojo propio, muchos querían identificar en exclusiva con los horrores de la guerra civil, pudiese ir a las urnas en igualdad de condiciones con la Alianza Popular de Fraga, con el PSOE de Felipe González y, claro, con la UCD de Suárez, que ganaría aquellas primeras elecciones democráticas.
Yo era uno de los muchos miles de militantes ‘ilegales’ de aquel PCE. Uno de los que salieron a manifestar su alegría por aquel paso democrático dado, en medio de un anecdotario que incluía las pelucas ‘clandestinas’ de Carrillo, por un Suárez sometido a toda clase de presiones. No mucho después, Carrillo abjuraba de la bandera tricolor y admitía implícitamente la Monarquía como forma de Estado, renunciando a otros muchos puntos de su ‘programa de máximos’, algo que, por otro lado, hicieron también los socialistas y, por su parte, la mayor parte de los franquistas. Fue la gran reconciliación, el inmenso pacto del que aún vivimos, aunque cada día esté más difuminado.
Era aquel PCE un partido disciplinado, sin duda democrático en la medida en que el eurocomunismo genial de Berlinguer lo había impregnado. Era, sobre todo, realista, con aquel realismo socarrón y a veces algo cínico que Carrillo supo darle: para participar en aquella vida política, había que extremar la seriedad, el rigor y el sentido común. Ello significaba dejar de lado viejas utopías e incorporarse a los postulados europeos, poco simpatizantes de las viejas teorías estalinistas de las que, por otra parte, Carrillo estaba ya tan alejado. Y siempre fue un partido que, aliado municipalmente o no con los socialistas, quiso ir un paso más allá de lo que el partido liderado por Felipe González y Alfonso Guerra significaba.
Hoy, ese PCE, muy debilitado, se encuentra casi fagocitado, porque su máximo responsable Alberto Garzón así lo ha querido, por un Podemos que poco tiene que ver con aquellos principios de un debate en el seno de la izquierda que significó un partido como el que lideraba Carrillo. Hay muy escasas concomitancias entre los planteamientos alternativos al socialismo que quiere representar la formación morada liderada por Pablo Iglesias Turrión y los que alentó el mejor (también existió el peor) Carrillo.
Y eso es, a mi entender, lo malo: que el debate en el seno de la izquierda (y en el de la derecha, por cierto), cuarenta años después, queda muy por debajo, en altura y calidad, del que se mantenía en los albores de la primera transición. Si se me permitiese un exabrupto que alguno podría considerar demagógico, el de ahora es un debate meramente de poder -y hablo, por supuesto y principalmente, de lo que está ocurriendo en el PSOE, pero también en la propia Podemos--, muy poco parecido al que estalla en otras izquierdas europeas, véanse Francia, Alemania o la propia Gran Bretaña, para no citar ya el algo caótico caso de Italia. El nuestro, perdón por la mala broma, es un debate descaifeinado, digo descocacolado. Y claro, quienes vivimos aquello de hace cuarenta años con lágrimas en los ojos y esperanza en el corazón, nos resentimos no poco ante lo que vemos.

Aquellos militantes de la izquierda...

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