El teletrabajo

Dice Caballero Bonald, que a sus 93 años se ha repuesto del zarpazo del coronavirus, que estamos viviendo el fin de la realidad, y como todo lo que dice el buen escritor jerezano, es muy probable que sea cierto. Sin ir más lejos, se está extinguiendo apresuradamente, o cuando menos así parecen desearlo las grandes empresas con gran aparato de oficinas, la realidad de ir al trabajo, que es la realidad del trabajo, si es que no también su esencia.

Eso del teletrabajo no es, contra lo que su nombre designa, el trabajo a distancia, sino el trabajo en casa, que es precisamente el sitio donde las personas procuraban alejarse de él. Así, con la faena en casa, y añadida a las de la casa, el trabajo, el curro, se acerca tanto que se pega a la piel de uno como la cadena al esclavo, de suerte que lo que tiene el empleador no es un empleado, sino un ser humano entero y con lo más valioso que posee, su tiempo. Es cierto que, ante el escandaloso beneficio extra que el patrón de los teletrabajadores obtiene de semejante plusvalía, se habla de “regular” lo que parece su inminente implantación masiva, pero tal regulación aludiría sólo a los aspectos estrictamente materiales, económicos, de esa relación laboral que el confinamiento trajo, al parecer, para quedarse. Tales aspectos, centrados en el necesario suministro a cuenta de la empresa de lo que el teletrabajador precisa para el desempeño de su labor, así como la compensación de los gastos de todo tipo derivados de la misma, son, naturalmente, importantísimos, pero más lo es, si cabe, la imposible compensación por la pérdida de la libertad y de esa modesta y honorable doble vida que proporciona el “ir” al trabajo, desplazarse a él trazando la frontera entre la condición de asalariado y la de dueño de uno mismo, acudir allí donde se reúne la tripulación del mismo barco, esa otra familia que completa y equilibra la realidad personal.

Uno, por su oficio, lleva cuarenta años de teletrabajo, pero es algo que no puede recomendar a nadie. Se ve que los empleadores que han querido tenerme, han preferido tenerme algo lejos, ora por el carácter un sí es no es indómito de uno, ora por obtener mayor rendimiento de uno así, ora por ahorrarse la Seguridad Social y todo eso, pero confieso que siempre he añorado (esa nostalgia de lo que no se tuvo) la necesidad o la obligación de ir al trabajo, que, siendo una cosa dulce y amarga como todo en ésta vida, también es lo que le infunde realidad. El fin de la realidad del trabajo era el paro, pero ahora, con esto del teletrabajo, ni el trabajo va a ser real.

El teletrabajo

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