La reciente tragedia del complejo municipal Madrid Arena aportó ayer una de las semblanzas más tristes del luctuoso suceso, en el que murieron cuatro jóvenes –una quinta está en estado grave–, con la agravante añadida de que todo acontecimiento de este tipo debería suponer, pasados unos días, un reconocimiento de responsabilidades, si no explícito sí al menos implícito. La constitución de una comisión de investigación por parte del Ayuntamiento madrileño no solventa en absoluto las graves críticas a la gestión política que se hace de los espacios públicos ni, mucho menos, contribuye a explicar la carencia de empatía que la alcaldesa de la Villa, Ana Botella, mostró en una rueda de prensa cuyo único contenido desde el punto de vista social, y evidentemente desde el mediático, debería haber sido el de despejar dudas sobre la actuación municipal. Fuera de esta perspectiva, la alcaldesa de Madrid no alteró tan siquiera el orden de los asuntos a abordar, iniciado por los que se refieren a cuestiones estrictamente económicas del consistorio. Explícita e implícitamente, no parecía subyacer otra idea, u otra percepción, que no fuese la de transmitir el mensaje de que la muerte de las jóvenes, derivada a todas luces de los graves fallos de seguridad y del incumplimiento del acuerdo del organizador de la fiesta que se cobró cuatro víctimas mortales, tenía que ocupar un segundo plano, menos importante en todo caso que el del funcionamiento intrínseco de la actividad municipal. La creación de una comisión de investigación no es solo una demanda; constituye una obligación, una obviedad que imprime la propia materia, aun en el caso de que los sucesos no hubiesen derivado en cuestión tan dramática. No falta quien pide la dimisión de responsables municipales –políticos siempre–, en especial ante el modo en que la alcaldesa asumió la situación, ya saben, con idas y venidas a Portugal durante el largo fin de semana, aunque –como ella misma indicó– con el pensamiento –supongo– porque no entiendo que fuese con la mente, o al menos toda ella, puesta en la tragedia y en las circunstancias que la provocaron. No es una mera cuestión de cintura política la que atañe a los hechos, sino la sensación –real como pocas– de que incluso los carentes de un mínimo de empatía pueden obviarla o escapar de ella si tal es la necesidad. Espanta la falta de asunción de responsabilidades que en muchos otros lugares hubiese llevado a una disculpa –seguramente también a un mínimo reconocimiento de ella–, cuando no a algo tan socorrido como poner el cargo a disposición de quien tenga que hacerse.