aquel 11 de julio de 2010, España estallaba de júbilo. Pocos pensaban que nuestra selección nacional de fútbol fuese capaz de conseguir un campeonato de mundo. Aquel día las agencias escupían fuego.
España era campeona gracias a un gol de Andrés Iniesta a Holanda en el minuto 116 que ya queda para la historia. Todos nos frotábamos los ojos. Gritábamos y nos abrazábamos como locos. Ya nos podíamos morir tranquilos.
No dábamos crédito a aquella victoria angustiosa pero que tenía un valor sublime en un deporte, el fútbol, que sigue siendo, con enorme diferencia, el que siempre te acaba atrapando por su magia y una apasionante mezcla de emociones difícil de superar.
Pasado el tiempo, a sus protagonistas se les continúa recordando como jugadores de élite con sus estrellas de oro. A todos ellos se les sigue de cerca. Lo que dicen, lo que callan, sus gestos, su forma de vestir, sus cortes de pelo, el coche que conducen y hasta lo que consumen es observado con lupa. Y casi siempre imitados. Son los elegidos.
Son los galácticos. Como lo es, sin duda, Andrés Iniesta. Un futbolista enormemente humilde en su vida diaria y en sus acciones, todo un ejemplo de deportista respetuoso que no suele sacar nunca los pies del tiesto.
A pesar de que ahora, su club, el Barça, le pone trabas a su sueldo. O se baja los pantalones o se irá a su casa. Sus 33 años pesan y las lesiones de la última campaña, tampoco ayudan. Acabo rescatando de sus memorias (“La jugada de mi vida”) el instante mágico en el que narra la consecución de su gol con el que, como recuerda, ha conquistado el cielo: “Tengo la sensación de que cuando controlo la pelota se para el mundo. Sí, lo sé. Sé que es difícil de explicar. No sentí nada. Solo silencio. El balón, la portería, yo… Ahí solo mandaba yo. El balón era la manzana de Newton. Yo, por lo tanto, era Newton. Solo tenía que esperar que la ley de la gravedad hiciera bien su trabajo”. ¡Qué grande!