El dios de la lluvia llora sobre España. Vivimos momentos muy malos para que encima la sequía nos castigue con plaga desertizadora. A los enemigos del bienestar –economía rota, crisis financiera anémica y falta de trabajo total- acecha el negro vuelo del cuervo como fatal augurio doméstico familiar. Con mayor empeño que nunca necesitamos un abril de aguas mil para consolarnos de tantas turbulencias y miedos. Hay que acudir al refranero y rechazar el “abril siempre vil, al principio, al medio y al fin” optando por sus definiciones más esperanzadoras: “abril llovedero, llena el granero” y “abril mojado, de pan viene cargado”.
El orvallo, la lluvia menuda, el silencioso parloteo de las gotas constituyen y determinan nuestro estilo barroco
Es la voz popular. A veces seráfica cuando habla de la hermana lluvia o caótica cuando alude a inundaciones, riadas y otros desastres naturales. Nos queda nuestra lluvia tamizada de verde luz que riega nuestras tierras, lava los ríos y llena los embalses. También es azogue derramado sobre el charol de nuestras calzadas para hacerlas espejos, acaso sonrisa desprendida de los árboles para serenarnos o, rompiendo la intimidad de nuestro sueño, golpes asestados por gotas de contra los cristales del dormitorio.
El orvallo, la lluvia menuda, el silencioso parloteo de las gotas constituyen y determinan nuestro carismático estilo barroco. Complejidad de formas y sencillez de alma. Expresividad que desearía y confunde con eterna belleza. Es el paisaje difuminado que teje nuestros sueños y los hace “nadie” –agua, flor, viento- en el poema de Juan Ramón Jiménez que remata con una pregunta “¿Y no es nadie la ilusión?”. Ahí tenemos que estar. Adelantados. Moviendo montañas o rebasándolas para encontrar esos horizontes que nos han sido arrebatados por espejismos de buena vida, voluntarismo y deseo. La ganancia únicamente se alcanza con esfuerzo, sacrificio y perseverancia.