Arde el monte San Pedro coruñés. Como Troya y los bosques gallegos y portugueses calcinados el pasado verano. Igualito al desastre que hoy sufre la costa californiana de EEUU. Acá, en nuestra ciudad de mares de esquina, las llamas se iniciaron al atardecer propagándose ladinas en todas direcciones. Violencia que no deja títere con cabeza. Los vecinos asisten impotentes al espectáculo sin capacidad para remediarlo. Solo lamentarse y llorar por la pérdida del paraíso perdido. Llamas voraces que bailan danzas de siete velos con cimbreo de cinturas, tañido de cítaras y percusión de crótalos. Palpita un fuego purificador que acaricia el ocaso solar y sus mejillas de melocotón maduro. Una suerte de hoguera beneficiosa donde San Juan quema los espíritus malignos cuando en el solsticio de verano cae por la falda del monte hasta depositarse en las playas con gran frenesí, algazara y bullicio popular.
Pero la realidad es así de terca. Unos hablan de posverdades y otros de simples mentiras repetidas mil veces. La sangre del justo lavada por Pilato y su pregunta, ¿qué es la verdad? Lo cierto es que cuando la noche abre sus párpados el monte San Pedro es un ascua de potentísima luz. Resplandecen las brasas de un brasero achaparrado que asombra por su contundencia. Algunos sostienen que son cañones de luz eléctricos para llamar la atención sobre los acreditados restaurantes de la zona. Vamos una argucia teatral para atraer a unos y seducir a otros a ser personajes protagonistas de ágapes que conocen el sabor de un exquisito marisco y el aroma de un embriagador vino gallego.
Posiblemente mi relato envuelve el clamor de un sueño delicioso por consecuencia de haber cenado mucho la Nochebuena. Como un mazapán de Navidad. Turrón. Frutos secos. Sidra y cavas. Una mesa adornada con apetitosos manjares y regusto fraternal al compartir con seres queridos mesa y mantel.