Una forma de ejercer el control cuando el poder se esclerotiza, cuando se sirve sólo a sí mismo, es la preocupación central por cercenar al rival. Es lógico que en la vida política se pretenda derrotar al adversario, pero la forma de hacerlo tiene que ser ganándole la partida en el aprecio de los ciudadanos, dando soluciones realistas, y también con los proyectos más ilusionantes. Lo que constituiría una negación del espíritu democrático sería pretender ganar a base de socavar el trabajo de los demás.
La hegemonía política que siempre tendrá en un régimen democrático un carácter temporal, no debe encumbrase prepotentemente por verse establecida sobre un yermo de ideas y de proyectos políticos. Triste hegemonía, reinado de tuertos en un país de ciegos políticos. Tal situación es signo de fragilidad democrática, lo que se traduce en debilidad de la libertad y de la participación.
El político, la política de verdad, deben jugar sus bazas, es obvio, pero no pueden estar pendientes sólo, por así decir, de romper el espinazo político del adversario. En la emergencia del adversario, el político, la política auténtico siente el acicate para buscar una respuesta más honda, que vaya más allá y que deje en evidencia la precariedad, la debilidad o la insuficiencia de determinados aspectos de la propuesta del contrario.
El juego democrático tiene componentes esencialmente competitivos, como sucede con la concurrencia electoral. La competitividad se manifiesta también en el trabajo de control -en el sentido de fiscalización- del Gobierno por la oposición. No es vana la afirmación de que un buen gobierno precisa de una buena oposición. Por eso tan nocivos son para el bien general el trabajo opositor de entorpecimiento del trabajo de gobierno -no ciertamente el de control del ejecutivo- que llegue a negar radicalmente la posibilidad de entendimiento, como el trabajo de gobierno que se dirija torcidamente a destruir la oposición o que sistemáticamente se imponga por mayorías mecánicas, o que no dé ocasiones a la oposición para sus aportaciones y cooperación.
La clave vuelve a estar en la actitud que define una de las coordenadas de la acción política moderada, centrista: la solidaridad que busca ámbitos de convivencia y de cooperación, lo que supone aceptar previamente el pluralismo social, refrendado por una acción política que persigue ampliar los campos de la libertad y de la participación. Hoy, el canismo y maniqueismo reinante, fruto de la mediocridad dominante, reclaman otra forma de hacer y de estar en política y en cualquier actividad humana. Nos lo merecemos y, desde luego, hemos de exigirlo.