La fábula de la pelota de Nivea

Que me gusta a mí una playa, oigan. Yo soy muy lagarta -por aquello de ponerse al sol, no me sean retorcidos- y la verdad es que cuando atisbo un rayo bueno de potencia, ahí que me voy a donde se unen el agua y la arena. Llego, me unto bien de crema porque el melanoma todavía no lo contemplo, me tumbo, rezo a Dios para no morir asfixiada y empiezo a tostarme modo vuelta y vuelta. Oh, ¡felicidad! Qué fantasía. Pero no todo podía ser tan bonito en este paisaje idílico que se abre como un oasis en medio de la semana laboral. No. El paraje también tiene sus inconvenientes.
Cuando yo tengo asentado mi campamento en la calma de un huequito bien situado, me da un poco de miedete el momento asedio de las hordas de gente que vienen en pack familiar. La abuela a paso lento –con muleta incluída si hace falta– tocada de gorrito pesquero para no pillar una insolación, el padre con complejo de colonizador que clava la sombrilla como si fuese nuestra bandera cuando éramos un imperio, la hija adolescente mascando chicle con cara de morirse del asco en la vida y whatsapeando con los colegas, el niño pequeño aporreando cual timbalero el rastrillo contra el cubo y la pobre madre cargada con dos tortillas, filetes empanados, ensaladilla rusa, croquetas, una sandía, seis kilos de cerezas, plátanos, bocatas de choped para la merienda… Y aún se cree que van a pasar hambre. Las madres son lo más, en serio. Esta gente me llega a eso de las once como mucho y no pican billete antes de última hora de la tarde. Y lo siento, pero son molestos porque vienen en manada, gritan mucho, sus niños no respetan los límites del espacio personal y a mi me da igual saber qué pareja gana al tute ese día.
Entonces huyes del mogollón y te dispones a dar tu paseo de señora, arena arriba, arena abajo y te asaltan los grupos de amigos que juegan al futbol, al voley, a las palas, etc. Que tienen lo suyo, ¿eh? Porque parece que estás entre trincheras, intentando salir ilesa sin que te pongan un ojo a la virulé o te partan un hueso. También molesta un poco la gente que camina en formación estorbo. Son los mismos que en la calle ocupan toda la acera a lo ancho y tú tienes que bajarte para poder adelantarlos. Pues así, pero en versión orilla marina. 
Entonces piensas: me meto al agua, que estoy más segura. Mentira. Ahí están los niños sacados de “1,2,3 Splash” salpicando cuando tú todavía no has aclimatado ni el tobillo al gélido Atlántico. A poco que el agua ya va por la cinturilla (aguanta, Irene, aguanta) te topas con los deportistas acuáticos que nadan sin conocimiento, como huyendo por el estrecho. Un poco más de valor y agua al cuello, literalmente. Aquí tenemos a la típica pareja abrazada, estilo “Titanic”, pero si hubiese acabado bien. Ah! y no faltan los que pasan a toda mecha en kayak, que cualquier día me sacan de la playa con los pies por delante. 
A esas alturas ¿qué queda? Pues volver, exhausta, a la toalla y tratar de no perder la dignidad, sacudiendo las arenas sin quedar como los filetes de la familia, que por supuesto, sigue al lado. Acechando.
Pero llega un momento en que te rindes, decides recoger los bártulos y partir a otras tierras, a otro abrigo… Y oigan ¡qué bien se está en el chiringuito con un tercio de estrella en la mano! Larga vida al summertime.
 

La fábula de la pelota de Nivea

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