La mitología griega nos cuenta que Narciso era un joven hermoso. Tanto, que al pasar horas y horas contemplándose en el reflejo del agua de un arroyo se enamoró de sí mismo. El relato termina diciendo que al no ser correspondido terminó por suicidarse, creciendo en el lugar una flor que haría honor a su nombre.
Aunque el personaje sea imaginario la sociedad actual lo está convirtiendo en real, puesto que en su infinito egoísmo y de mil formas promueve esta clase de “amor”.
Vivimos en un entorno fallido en el cual la persona solo piensa en sí mismo. Los demás no existen. O en el mejor de los casos son utilizados para satisfacer el ego personal.
Es cierto que a los humanos nos guía un fuerte instinto de posesión, de dominio y a la vez de pertenencia, además de gustar que nos aplaudan y admiren y que digan lo maravilloso que somos. Es parte de nuestra naturaleza y de unos atavismos ancestrales que son imposibles de erradicar y difíciles de modificar.
Aunque algunas cosas tampoco tienen porque ser necesariamente negativas, incluso en muchos casos pueden reforzar la autoestima personal.
El problema empieza cuando el amor por uno mismo sobrepasa lo razonable, lo sensato. Es ahí cuando se convierte en un instrumento peligroso, dañino; sobre todo en los entornos cercanos.
Y eso sucede cuando se cruza la frontera de lo socialmente aceptable. A veces es difícil saber dónde termina una conducta normal y dónde empieza la anormal. En la mayoría de los casos la línea es demasiado fina para que pueda verse con claridad.
La realidad es que el modelo en que vivimos promueve este tipo de comportamientos. Utiliza la aspiradora social para dejar las personas vacías, es decir, sin valores. Después rellena ese vacío con un egoísmo sin límites, por tanto, el resultado es el que estamos viendo cada día a nuestro alrededor.
El “hombre nuevo” que se está construyendo es incapaz de sentir amor por nadie que no sea por él mismo. El egocentrismo de estos individuos es de tal calibre que ni siquiera son capaces de mantener una conversación aceptable, porque se apropian de los temas que introducen los demás para continuarlos ellos.
Estas personas solo se limitan a discursear sobre sus “éxitos” personales, los repiten hasta el vómito, su único interés son ellos mismos. Lo que hayan hecho los demás en la vida les trae al pairo. Necesitan sentirse alabados y admirados todo el tiempo; es la única razón de su propia existencia. En realidad, su vida es una completa farsa. Puro teatro.
Dado que sienten una necesidad enfermiza por deslumbrar a los demás, casi siempre se buscan víctimas propicias, es decir, personas con autoestima baja o con otro tipo de problemas emocionales con el propósito de que les den jabón, mencionándoles constantemente sus supuestos “logros”.
Se podría seguir profundizando en la personalidad de estos individuos, de cómo ven a los demás, del significado que para ellos tiene la vida y la sociedad. Pero esa no es la idea del artículo, sino que intentamos decir que en nuestra sociedad se está alimentando este tipo de personalidad. Y se está haciendo desde la familia, la escuela y los medios de comunicación.
Es cierto que la mayoría de las personas no sufren –todavía– la psicopatología del joven que nos cuenta el relato griego, sin embargo, al paso que vamos todo se andará. Será inevitable.
Al estimular el egoísmo, la indolencia ante dolor ajeno, la envidia, la soberbia, el placer sin límites, la admiración por la mediocridad y otras miserias humanas se están potenciando abiertamente comportamientos narcisistas, que por otro lado no dejan de ser una extensión de los siete pecados capitales de los que nos habla el cristianismo.
Si la idea neoliberal de la sociedad y la libertad consiste en abrir la caja donde estaban encerrados estos “demonios” –de los que ya hablábamos en otros artículos– para beneficio de unos pocos, entonces el precio a pagar va a ser muy alto.
Y lo peor de todo es que las apuestas para subir ese precio siguen aumentando día tras día. No paran. Por tanto, siempre aparecerá alguien que las seguirá subiendo. No lo duden.