Hace unos días estuve viendo la famosa película Casablanca, protagonizada por Ingrid Bergman y Humphrey Bogart. Todo un clásico del cine.
La película pertenece a ese pequeño grupo de films que cada vez que uno los vuelve a ver descubre algo nuevo en ellos; sucede como con las buenas obras literarias que al leerlas de nuevo encontramos cosas que no habíamos visto en la primera lectura.
Pero la intención de este artículo no es hablar de esta película, ni siquiera comentar la famosa escena de Ilsa (Bergman) cuando le pide al pianista Sam (Dooley Wilson) que toque “El tiempo pasará”. Algo que él no desea hacer para evitar que el dueño (Bogart) del Rick´s café escuche una melodía que le trae recuerdos dolorosos. No se trata de eso.
De lo que se trata es que nos hace recordar que en la vida de cada uno de nosotros siempre hay un lugar de destino y un “¡tócala Sam!” para recordarlo. El nombre del lugar es lo de menos, porque destinos y lugares van apareciendo andando por la vida.
Hay quién cree que lo más importante no es siquiera el lugar de destino, sino el viaje que hacemos para llegar a él. Para el poeta griego, Constantino Kovafis, lo transcendental es el viaje y no la Ítaca soñada o imaginada por cada uno de nosotros.
En todo caso, el destino puede ser una ciudad cualquiera, un país lejano, otro continente, incluso donde nacemos; vivir toda una vida en el mismo sitio tampoco cambia, en cierto modo, demasiado las cosas.
Caminos y destinos van de la mano, dejando destellos, resplandores, imágenes breves que se quedaron congeladas en el tiempo y que descongelamos cuando las relacionamos con cosas del presente.
Lo cierto es que las causas producen efectos. Por tanto, no somos el resultado de una sola causa sino de un cúmulo de causas. Un encuentro fortuito, una decisión equivocada, un arrepentimiento tardío, un libro de poemas que nos prestaron en un escuela nocturna, una revista, una amistad, un trabajo, la pregunta que no se hizo por temor a la respuesta, un silencio inoportuno, una espera romántica en una estación de tren en una mañana de otoño, son situaciones que producen efectos.
Los pequeños detalles, esos que no les damos importancia, son capaces de transformar, cambiar o modificar proyectos de vida, rumbos, caminos, destinos. Aunque esas cosas solo se alcanzan a dimensionar con el tiempo y no en el momento que ocurren.
Por otro lado, la distancia y el tiempo hacen que cambiemos el valor de ciertas cosas, incluso en el sentido estético. Algunas que en el pasado tenían un gran valor para nosotros dejaron de tenerlo al contemplarlas desde lejos y bajo otra mirada; y otras que apenas tenían significado alguno llegamos a otorgarles el valor que antes les habíamos negado.
Los lugares de destino pueden representar muchas cosas, dependiendo de las inquietudes de cada persona. Como normal general significan empezar una nueva vida, proyectos, ilusiones, nuevas amistades, experiencias laborales. Pero también desilusiones, decepciones, frustraciones, rupturas.
Hay lugares de destino que sin proponérnoslo llegamos a convertirlos en una especie de “albergues” temporales, de paso. Pero esos también dejan recuerdos, instantes que permanecen a través del tiempo. Como recordar una calle atiborrada de gente en un día señalado, unas farolas alumbrando un parque desierto en una noche lluviosa, un viaje en teleférico acompañado de unos amigos, un cine, una película que nos impactó, o incluso el sonido de la sirena de un barco.
Aunque es cierto que un lugar de paso nunca se puede comparar con aquellos que fueron un destino prolongado. En estos últimos la fotografía es más amplia. En ella aparecen más personas, algunas importantes, compañeros o compañeras de trabajo, amistades de universidad, otras que no pasaron la prueba del tiempo, incluso están las que fueron circunstanciales.
Los que cargamos una suma respetable de años en la mochila y que, además, hemos vivido y sentido la sensación de haber “pertenecido” a diferentes lugares, en una época en la que el mundo todavía estaba lejos de globalizarse, percibimos que de alguna manera fuimos una generación de andarines privilegiados.