ay que meterse en faena, con transformaciones audaces, profundamente reformadoras. Tenemos que asentar la invención y la conjunción de fuerzas. Nos necesitamos todos por muy distintos que nos veamos y por muy distantes que nos encontremos. Es menester instaurar un espíritu cooperante y colaborador de los unos con los otros, en un afán que ha de dignificarnos como seres en camino, para la reconstrucción de un orbe más de todos que de nadie, más humano y consolador. Para cumplir este gran proyecto, se requiere tesón y constancia, entrega y universalidad en las acciones. Lo substancial es encontrarse, hallar el vínculo humanitario del linaje, comprometerse en crear la concordia necesaria para una vida armónica. No importan sus convicciones, ni su proveniencia; lo que interesa es afianzar el respeto y la consideración hacia todos, el silencio de las armas y el cese de la violencia. Dejémonos de imprimir sufrimientos entre sí. Hagamos el corazón y cultivemos el amor puro, el de los brazos abiertos al auténtico progreso; que nos es otro, que aquel que nos engrandece y nos pacifica. Bajo estos sentimientos de confianza en uno mismo, resultará más fácil modificar comportamientos y aminorar dificultades. No olvidemos que la utopía, implantada y reimplantada como sueño, es el principio de todo progreso y el diseño de un germen superior.
El cambio tiene que producirse cuanto antes y ha de comenzar por favorecer la relación entre moradores, instaurando una política más poética que poderosa, instando a tomar acciones para acabar con la impunidad, que es lo que realmente reproduce situaciones discriminatorias, de una crueldad tremenda, que nos dejan sin aliento, deshumanizándonos por completo. No habrá paz en el mundo, poniendo armas en lugar de alma, desamor en vez de amor, mutismo donde tiene que gobernar el diálogo sincero, a través de un espíritu mediador. Tampoco habrá bienestar, si todo lo degradamos, hasta nuestro propio y natural ambiente. Urge la restauración de la especie pensante, pero también la casa común. De la salud de nuestros ecosistemas depende directamente la robustez de nuestro hábitat y sus habitantes. Quizás tengamos que corregirnos y reconciliarnos con nosotros mismos. Tenemos un instante de paso por la vida, no lo malgastemos y fructifiquémoslo. También poseemos una sola tierra, pues vamos a cuidarla. Seamos garantes. Establezcamos, por ello, otros caminos más inclusivos y solidarios, lo que significa la renovación integral de nuestra relación con la naturaleza y con nuestros similares. Hagamos fácil la convivencia, puesto que la vida de cada uno es la de todos; al menos caminamos con el mismo aire y marchamos sobre el mismo suelo.
En cualquier caso, y a pesar de las mil contrariedades en las que nos movemos, hemos de fraternizarnos. Por otra parte, nos vemos impulsados a repensar sobre nuestras economías, con múltiples escenarios y complejas predicciones, lo que nos exige una regeneración de todos nuestros sistemas sociales. Este es un tiempo propicio para construir, con la ayuda de todos, un mundo más equitativo y más bello, reforzando el comercio para incrementar la propia entereza del ser humano y poder adaptarse a las situaciones adversas, redoblando igualmente, los esfuerzos colectivos para hacer frente a la deuda, que dificultan los avances y acrecientan las desigualdades. Deberíamos tomar el propósito de aferrarnos, no solamente en las ganancias, sino en innovar éticamente, para que ese bien colectivo, que todos nos merecemos, alcance a toda la humanidad. Indudablemente, la responsabilidad individual suscita la obligación colectiva, porque sin una visión de conjunto nadie tendrá mañana. Lo importante, pues, es cargar con el ahora. Sabemos que, hoy por hoy, el mundo es un mundo de intereses, de esclavos, de corruptos. Todo esto nos súplica a instaurar nuevos caminos que nos reconduzcan a hacer justicia, lo que conlleva el deber de atender a los más débiles y vulnerables, restituyendo esa donación como medicina preventiva, poniendo en el centro a la persona y sus necesidades.