La apremiante solicitud de Finlandia y Suecia para entrar cuanto antes en la OTAN es una mala noticia. No por falta de legitimidad para el abandono de una neutralidad consolidada durante la “guerra fría”. Y no por falta de razones para protegerse frente a la amenaza del vecino ruso.
La mala noticia radica en la dinámica infernal que desencadena la decisión (pendiente de ratificación parlamentaria) de alinearse en uno de los dos bloques que se enseñan los dientes, en tanto que la apuesta por uno irrita al otro, que lo interpreta como “una provocación que tendrá consecuencias, incluso militares” (Putin dixit). Esa es la dinámica indeseable a la que me refiero. La que reproduce el principio de acción y reacción entre contrarios.
Ese principio es la antesala de un apagón del derecho internacional alumbrado después de la segunda guerra (renuncia al uso de la fuerza como método para resolver los conflictos entre los países miembros). Por tanto, anuncia el retorno a la ley del más fuerte.
A nadie se le oculta que la decisión preliminar de Finlandia y Suecia es una consecuencia directa de la agresividad militar mostrada por Rusia desde que en 2008 (guerra relámpago en Georgia) nos hizo saber que para sus gobernantes (Medvedev-Putin) el derecho internacional era papel mojado (luego, en 2014, vendría la anexión de Crimea), mientras Europa y Estados Unidos tocaban la lira.
Pero tener la razón no frena al que no la tiene. Y si Putin se sigue creyendo con derecho a preservar su “parachoques” geoestratégico (países bálticos, Bielorrusia y Ucrania, básicamente), bajo amenaza de recurrir a la fuerza militar si la OTAN se acerca a sus fronteras, lo de Ucrania puede ser un anticipo de lo que nos espera.
Espero que no se vea en mis argumentos una apuesta encubierta por la política de apaciguamiento. Nada más lejos de mis intenciones, convencido como estoy de que sería peor si Putin detecta reacciones acomplejadas en el lado oeste del mundo, mientras los analistas se entretienen echando de menos el derecho internacional o preguntándose que fue de la renuncia a la fuerza militar como medio de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”.
El derrocamiento interno de Putin, a modo de golpe palaciego, nos cundiría más que la especulación sobre los peligros que se avecinan con una OTAN reforzada frente a las amenazas de Putin. Y por supuesto que un magnicidio (propuesta del senador Graham de EEUU), sería mucho más eficaz que una rueda de prensa o que nuestros perecederos salmos de autosatisfacción por vivir en la parte del mundo que se rige por la fuerza de la razón y no por la razón de la fuerza.