Con San Juan a la vuelta de la esquina, el aire debería oler a sardinas. Pero no: vuelve a oler a chorizos. Los de las hogueras prendidas por la corrupción, que ya es más eficaz que las urnas a la hora de cambiar gobiernos.
Nos indignamos, con razón. Como lo hicimos con los GAL, Filesa, la Gürtel, Nóos o los ERE de Andalucía. Incluso con esos otros escándalos en los que el poder no robó dinero, pero sí dignidad: el accidente del Yak-42, el Prestige, el metro de Valencia o la gestión de las residencias durante la pandemia.
Aquí estamos, otra vez, atónitos ante el déjà vu patrio: un nuevo caso de corrupción con pulsera de todo incluido. Porque, no te engañes, en esta tierra el verdadero campeón no solo da mordidas a los contratos, también pega dentelladas bajo las sábanas. Aunque tenga que pagar por ellas.
Digámoslo sin ambages: es intolerable.
Pero igual de inaceptable es el juego que sigue a ese momento en el que se destapa el pastel: una polvareda en la que todos enredan con la intención de llevarse la mejor tajada.
Argumentarios que podríamos escenificar antes incluso de que se escriba el guion, y que cada cual declama con el tono que exige su personaje en función de lo que diga el último sondeo del CIS.
Feijóo critica sin preguntarse quién demonios será el M. Rajoy de los papeles de Bárcenas. Además, descarta presentar una moción de censura. Posiblemente, por el mismo motivo por el que no gobierna. Es decir, porque no quiere. Política de altura. Clarividencia de quién ya no necesita gafas para ver, ni de cerca ni de lejos.
Vox agita la olla del desencanto. Se frota las manos con el vapor de la indignación ajena. Alimenta el guiso que favorece su relato. Sabe que cuanto más suba la presión, más fácil será hacer estallar el sistema… Y arrasar con las sobras.
Yolanda Diaz intenta nadar y guardar la ropa. Quiere preservar el poder. Pero también ganar espacio político propio. Aunque sea más difícil que llevarse el perrito piloto en las barracas.
Podemos reaparece en escena. Portadores de la verdad revelada, se presentan como el último bastión de la izquierda decente. Los únicos merecedores de recibir el voto de las personas progresistas. Divide y vencerás, se dice desde la antigua Roma.
Y el resto de los socios del gobierno esperan su turno para lanzar bolas en la carrera de caballos de la feria. Porque en esta verbena, todos quieren premio.
Mientras, Pedro Sánchez intenta salvar los muebles de la riada. Aunque el agua, cuando baja en torrentes, no entiende de indulgencias.
No seré yo quien diga que todos son iguales. Porque la ideología importa. Pero sí que echo en falta propuestas creíbles. Sobran discursos y faltan intenciones.
Quizá lo que ocurre es que el problema no es el escándalo, sino lo bien que bailamos. Porque la corrupción no es una anomalía: es un espejo. Está en los cobros en B y en el aplauso al que se cuela. En quien maquilla el currículum, enchufa al hijo de un amigo o roba tiempo y bolígrafos en la oficina. Cada cual mete la mano hasta donde le alcanza. Y le mete mano a quien se deja.
Sí, el cuerpo de las mujeres se sigue alquilando impunemente. Ni siquiera hace falta pagar por sus servicios: las redes ofrecen un amplio catálogo para escoger a la próxima. Tampoco es necesario desplegar un mapa de carreteras andaluzas para organizar desplazamientos discretos. Basta con buscar en Google Maps y conducir con una mano, mientras con la otra se comprueba el estado de la erección, hasta la casa en la que la chica que creyó en la liberación sexual te ha invitado a unas cervezas.
Por supuesto, es esencial contarlo después: en tono de hazaña, con lenguaje soez y vejatorio, para que los colegas se rían y repartan palmaditas en la espalda.
“No se puede predicar la moral pública cuando la privada es tan sucia”, ha dicho estos días Elena Valenciano. O, si lo prefieres, “El que esté libre de culpa, que no tire el tanga”, que diría La Veneno.