Los cuatro superfantásticos

En unos días tendremos el evento cinematográfico del año. ¿Se acuerdan del fenómeno Barbie-Oppenheimer? Pues ahora en versión superhéroes: Los Cuatro Fantásticos y Superman.


Decían que el cine de superhéroes estaba en decadencia. Por exceso, por falta de calidad, por cansancio de señores en pijama y señoras ceñidas de negro, cada vez menos ceñidas por eso de no sexualizar a señoras sexualmente atractivas, lo cual es raro, pero así son los woke norteamericanos, gente rara con vocación de Amish pero con muchos pronombres. Por lo visto es una falta gravísima en el catecismo woke no saberse los pronombres de todo el mundo, y todavía es más pecado no preguntarlos. Cosas veredes. Yo por ahora soy demasiado vieja y demasiado rubia para tanta novedad en este mundo tan fluido y tan diverso que nos habita, que dirían los poetas que salen en el suplemento de El País.


Volvemos a los superhéroes, ese género comiquero que ha sido trasladado a la gran pantalla y a la pequeña (ya quedan pocas teles pequeñas, todo sea dicho) con diversidad de resultados. No es fácil reflejar en el cine tus sueños infantiles y juveniles. De niña fui a ver Superman en el Teatro Colón (aún me acuerdo de aquellos maravillosos carteles que había en el Colón, pintados a mano, enormes, preciosos, no sabíamos lo que teníamos hasta que lo perdimos…) y aluciné. Christopher Reeve, Margot Kidder, el grandioso Gene Hackman. Y luego Superman II, en la que Reeve daba una lección de actuar que nadie se hubiese esperado de un señor tan guapo en pijama con calzones. El caso es que Reeve había estado en la escuela Juilliard de actuación, como su mejor amigo Robin Williams. Que no solo era guapo, es que encima actuaba, le pasaba como a Jonas Kauffman, es que encima canta, te dices mientras lo ves en Covent Garden. Bueno, que me desvío. Ahora ya no hay carteles pintados a mano, ahora vas al cine y con suerte no te encuentras a alguien poniendo reguetón mientras se come una hamburguesa de autor cheirenta, a dos crías haciéndose selfies con las uñas del villano de Flash Gordon, el Emperador Ming (también la vi en el Colón, mi padre me llevaba sin rechistar a visionarla varias veces no por la trama, creo que era por Ornella Muti, pero quién soy yo para juzgar, su padre interpretado por Max Von Sidow, uno de mis primero amores, yo fui una niña rara, empate), a un par de cinéfilos gritones y a nadie al mando de la nave. Ni acomodadores hay ya. Solo gente que te prohíbe meter una botella de agua y unas palomitas de bolsa. Ni las entradas son bonitas ni coleccionables. El feísmo nos invade hasta en los rincones más simples.


A lo que iba, los superhéroes. En pocos días tendremos en el cine el acontecimiento del año, FantasticSuper, SuperFour, Los Cuatro Superfantásticos o como quiera bautizarlos algún influencer. Yo voy a ir al cine a ver las dos películas. Con la muleta para no despeñarme por las escaleras. Con mis palomitas y mi Fanta con la pajita de plástico que llevaré de casa porque no soporto ese horror blandengue ecologista que nos impone la señora Von con sus ridiculeces sin sentido. Hay que darle de comer al niño que llevamos dentro. No hay mejor forma de hacerlo que leer, escuchar música, ir al cine. O ver películas en casa.


Por cierto, he encontrado en YouTube canales que emiten en directo oasis en desiertos y reservas africanas. Si quieren relajarse búsquenlos. Elefantes, jirafas, hienas, avestruces…hasta tormentas del desierto. Está todo inventado. Hasta los superhéroes con calzones.

Los cuatro superfantásticos

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