Una cena en A Cabana do Fos

Uno, que nació y vivió su niñez y pubertad en aquel apartado e idílico lugar del siempre olvidado mundo rural y cuyas frías piedras le transmitieron los primeros calores, recuerda sin embargo, con nostalgia casi emocionada, los olores a empanada que destilaban los entresijos de cocinas y puertas de aquellas paupérrimas casas la mayoría, el “cantar” de nuestros carros de labranza al atardecer y, por ejemplo, el sentir horripilar todo su cuerpo, cuando con doce o trece años dedicaba parte de su tiempo a pescar truchas y anguilas, logrando tocar a veces con la yema de sus dedos el fresco y casi vacío vientre de la presunta huidiza presa, sensación que comparaba a la que experimentan los alpinistas sagaces cuando logran coronar el Naranco de Bulnes o el Pico de los Himalaya.


Esa comparación la sigo manteniendo hoy día con casi noventa y dos años.


Con la tristeza de ver (es un decir pues estoy ciego casi del todo) que aquel regato cristalino, hallándose cubierto su cauce de zarzas, helechos y demás maleza –no sé a qué ingeniero agrónomo se le ocurrió proponer no cortar nada en las orillas como tres metros a cada lado ni a qué gobierno de la Xunta aceptarlo–, hallándose , lamentablemente, el riachuelo muerto; amén de las contaminaciones, endurecimiento del suelo, etc.


Esto último vaya a quien corresponda. Recuerda, pues, de ese modo, una gran parte de su etapa aquella, como feliz: recuerda unos padres que se llevaban bien, que con sudores más que de sol a sol conseguían llenásemos la barriga y con la escuela nacional a cien metros, era el preferido de los maestros


Pero recuerda también que sin luz eléctrica, sin antibióticos ni matronas…, las campanas de la parroquia tañían con frecuencia de un modo especial como en desconsuelo anunciando la irreparable pérdida de un niñito más. Y este servidor estuvo próximo cuando la escarlatina y la tifoidea se cebaron en él.


Recuerda, asimismo, la llegada frecuente a la aldea de María la Fresca con la cesta casi cargada de pescado vario (congrio para empanadas, raya para guisos, sardinas para asar, etc.) y los pies descalzos para no gastar las zapatillas que guardaditas llevaba al borde de la cesta, hule afuera.


Pocos años más tarde aquel jovenzuelo abandonaría con los ojos vendados y lágrimas en el corazón, la aldeíta parroquial a la búsqueda de nuevos e inciertos horizontes, como lo hicieran miles de coterráneos por aquellas décadas. Y nunca sobrado de medios dinerarios, consumió, más que langosta y mero, sardinas asadas, bienmesabe, poquito atún del Cantábrico, manta gigante de las transparentes aguas del Golfo cuando era territorio español…, en restaurantes o fondas que muchos llevarían el nombre de la esclava y nunca bien ponderada cocinera: Selmira, Andrea, Isabel, Seara, etc. Pasado el tiempo y ya con la familia, pudo de tarde en tarde permitirse la elección de algún pescado cuya calidad y preparación podría considerar “delicatesen” en mi pobreza.


Pero les aseguro que un lenguado hermosísimo y con la preparación a la brasa como el que nos pusieron en A Cabana de Fos, hace ya algún tiempo, no lo había consumido ni visto con María la Fresca, mis largos años de mar ni en tierra adentro.


Algo extraordinario de peso, frescura, autenticidad y exquisitez culinaria.


Lo comenté con allegados y no me encuentro agusto si no lo expando a cuantos más mejor.

Una cena en A Cabana do Fos

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