UN HOMBRE SENTADO | Ojos verdes, cerveza y palomitas

Letras sosegadas en #Nordesía: Fernando Soto aborda una de sus últimas lecturas, "El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes", de Tatiana Ţîbuleac
UN HOMBRE SENTADO | Ojos verdes, cerveza y palomitas

Como mi amigo Fran estos días está despistado, si vuelvo a escribir de libros no se va a dar cuenta. Y resulta que acabo de terminar El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de la moldava –nada más y nada menos– Tatiana Ţîbuleac, y me ha gustado mucho, mucho. Está publicado por Impedimenta, que no decepciona nunca ni en la selección de títulos ni en sus ediciones, encabezadas por unas portadas siempre preciosas. Es un libro extraño, es un libro duro –aunque no en exceso, y se lo dice alguien que la crudeza literaria la soporta regular– y es un libro interesante. 

 

Al acabarlo el jueves por la tarde, casi a las nueve, sentado en la terraza del Lusitânia, me quedé varios minutos congelado, haciendo la primera digestión de la lectura e impresionado por todo lo que había encontrado en ella. Una lectura que me hizo parar cada pocos párrafos, a veces cada pocas frases. Suele valorarse mucho la capacidad de un libro para engancharte, y admito que esa sensación es genial; pero mucho mejor es que te obligue a detenerte, sorprendido, impactado.


En esta novela, un chaval –y me encanta que una escritora haya elegido como protagonista y narrador en primera persona a un hombre, recordándonos, no que todos seamos los mismo, sino que somos mucho más complejos, únicos e irrepetibles de lo que unas cuantas categorías puedan predefinir– cuenta un verano pasado junto a su madre, a la que hasta entonces ha odiado y despreciado con toda su alma, de la que se ha avergonzado y a la que querría ver, directamente, muerta. Y partiendo de ahí, y aunque en casi ningún momento lo parezca del todo, la suya acaba siendo una nada convencional, pero maravillosa, historia de amor.


Es difícil decir estas cosas sin resultar repetitivo y, peor aún, pedante, pero el interés de la literatura radica en lo que nos interpela lo leído. Lo que nos dice sobre nosotros, o lo que dice para nosotros. Y lo curioso es que la narrativa, la ficción, logra eso, no a base de teorizar o buscar lo general, aplicable a cualquiera, sino –como explica Philip Roth en Me casé con un comunista– procurando justo lo contrario: particularizar, concretar, mostrar esa parte única e irrepetible, que paradójicamente resulta la más relevante, la significativa, la interesante. 

 

Y lo es –relevante, significativa e interesante– incluso cuando lo que se nos relata son unas semanas de la vida de una mujer y su hijo, de origen moldavo, emigrantes en Londres y viviendo un verano en un pueblecito francés. Una mujer, además, aparentemente mediocre desde cualquier punto de vista, y un chico trastornado, carne de psiquiátrico, harto y asqueado de su vida antes casi de empezar a vivirla. Y de ambos, de ellos dos, sacamos algo que nos vale.


Cuenta el escritor israelí Amos Oz, en su más que recomendable autobiografía, Una historia de amor y oscuridad, que lo interesante en un libro no se sitúa en el espacio que va del autor a la obra. Que no es eso lo que debe llamar nuestra atención, y que por tanto es un poco tonto tratar de conocer y entender de qué modo la vida de alguien ha condicionado lo que ha escrito, y averiguar, por ejemplo, si lo que cuenta es verdad. A no ser, claro, que uno sea un filólogo preparando una tesis. Porque lo importante es lo que ocurre en el encuentro entre obra y lector. Es aquí, en esta franja de terreno, donde la literatura cobra su valor: en nuestra interpretación de lo leído, en su capacidad para llegar a nosotros y tocarnos.


La madre de Aleksy tenía los ojos verdes. Unos ojos preciosos incluso cuando la detestaba, y mucho más cuando empezó a quererla. Y muchos días desayunaban palomitas y cerveza, y por primera vez estaban contentos. Y él corría en bici por caminos flanqueados por amapolas, con prisa por regresar con ella. Y su vida pasada siguió siendo una mierda, llena de soledad y dolor, pero al menos pudo añadirle algo más, echar por encima capas nuevas en las que por fin había amor. 


Hay cosas que han sucedido, que nos pesan y lamentamos, pero ya no podemos cambiar. El daño ya está hecho y no se va. No parece mala idea, cuando es así, tratar de echarle encima capas nuevas de cosas buenas.

UN HOMBRE SENTADO | Ojos verdes, cerveza y palomitas

Te puede interesar