La verdad es que no es cierto, no lo son, pero me pareció un buen título. Y además, aunque exagero, exagero poco: uno va mirando a derecha e izquierda desde la A-6, cruzando León, Zamora, Valladolid, Ávila, Segovia, Ávila, Segovia, Ávila, Segovia y Madrid, y casi no ve colores en las casas. Aparte del pardo, claro.
Cuando viajo solo y tengo sueño, salgo de la autopista, busco un sitio tranquilo y duermo catorce minutos. Y ya sigo despejado. El otro día paré en Cerecinos de Campos, a la sombra de una construcción de adobe, aparentemente abandonada desde poco después de su construcción en el Neolítico. Era primera hora de una tarde de mucho calor y, tal vez, si hubiera ido hacia los campanarios de las iglesias habría encontrado a alguno de sus doscientos treinta y cuatro habitantes, pero en las calles que recorrí no vi un alma, ni una ventana con las contras abiertas.
A menudo fantaseo con la idea de vivir durante un tiempo en un pueblo así, en medio de la nada castellana (esa nada verde, ocre y azul que con cada viaje me gusta más), pero sin internet ni coche, enfrentado a aquello sin la posibilidad de evadirme. Algo sucedería, seguro, una situación así no puede darse sin más, sin provocar algún cambio.
Allí vivieron los vacceos, aquellos celtíberos productores de cereales que Roma aplacó con tantas dificultades en el siglo I antes de Cristo. Y tiene dos barrios, con una iglesia en cada uno, separados por el arroyo de la Vega, que el año pasado se desbordó e inundó gran parte del pueblo. Hay también dos mesones. A lo mejor sería feliz una temporada comiendo en uno de ellos, pensando en la repoblación de Castilla del siglo XI.
Y, todo esto, porque me he ido a trabajar a Madrid otra vez.
Llegué la última semana de junio y, si las previsiones se cumplen, me aguardan aquí al menos tres años. Los mismos que estuve hace ya unos cuantos. La diferencia, la gran diferencia, es que en esta ocasión espero no estar solo, vivir en una habitación y cenar latas de atún viendo “Vikingos” en el portátil, porque mi mujer, si todo sale como esperamos, se vendrá conmigo.
Es decir, que nos vamos a vivir a Madrid. Y, aunque vamos con vuelta y, mientras tanto, volveremos continuamente (dejamos muchas anclas aquí tirando de nosotros), de momento cambiaremos nuestra casa por un minúsculo apartamento incomparablemente más caro, cambiaremos Doniños por el Retiro, el “Lusitânia” por un café que aún no conozco, “Bonilla” por otro bar donde me extrañaría que tirasen tan bien las cañas, por muy madrileños que sean, y dejaremos de saludar a gente por la calle.
Nos vamos Marta y yo, y nuestra intención es sacarle el máximo partido a la situación y disfrutar, ni más ni menos, de los atractivos de la gran ciudad. Disfrutar de la capital, de lo que no tenemos aquí, hacer de todo y luego regresar. Ojalá sea así.
Hace unos días volví, y paré de nuevo en Cerecinos.
Otra vez eran las cuatro, y otra vez había 35 grados. Pero en esta ocasión entré más en el pueblo. Tanto, que fui, literalmente, por la calle del Medio, que me parece un nombre genial. Llegué a una de las iglesias, pasé sobre lo que parecía el cauce seco del arroyo, que debe de ser bipolar, como tantos otros, y llegué a la plaza del Ayuntamiento. Hay una placa dedicada al escultor Baltasar Lobo, hijo predilecto del municipio, que ahora descansa muy lejos de allí, en Montparnasse. Seguí callejeando sin bajarme del coche. Resulta que los dos mesones están juntos, uno frente al otro. Y cuando ya estaba a punto de salir vi a una persona, que me estropeó las estadísticas.
Durante mis catorce minutos de siesta, en el árbol que me daba sombra oí gorriones, pero en el medio distinguí un trino diferente. Era un gorrión molinero, que también me parece un gran nombre, evocador, campesino y antiguo.
La persona era una adolescente que pegada a una casa esperaba a alguien, con sus cascos puestos y mirando el móvil. Ni campesina, ni molinera ni antigua. Cerecinos de Campos, eso sí, es pardo. Completamente pardo.