Aunque ya lleva años la cosa bastante tibia, la leyenda siempre superará a la realidad. El “Viva la muerte” que, según parece, jamás dijo Millán Astray frente al “Venceréis, pero no convenceréis” que, según parece (bis), jamás le respondió Unamuno. Les recordaba hace unas semanas la frase que sí puedo atestiguar que sí está serigrafiada en la redacción de El País; la de Juan Luis Cebrián, que dice aquello de que la ficción es la única creación humana que no tiene la obligación de decir la verdad.
Somos seres narrativos, qué duda cabe; nos sostenemos a base de relatos, más o menos verídicos, que van moldeando nuestro aquí y ahora en esa forma en la que (a veces) nos reconocemos en el espejo. Qué duda cabe que la muerte, el temor a ella, y, más aún, su condición de infalible e inexorable, son una de esas cosas que nos devuelve el reflejo. Uno de los temas mayores, vaya. Por eso creo que la mayoría de las personas nos estremecemos mucho ante una frase tan salvaje, tan de puñalada imprevista, como “Viva la muerte”.
Pero lo cierto es que en el género de terror eso mismo es el motor del disfrute. Una celebración de la muerte en la que esta toma el centro del circo de seis pistas que es la vida para, en realidad, arrebatarle parte de su pavoroso poder al hacerla palpable, violenta, graciosa y, en ocasiones, evitable.
El caso es que este año tenemos de vuelta a una de las grandes sagas del horror que logró convertir a ese ente abstracto, el horror cósmico, o más bien existencial, definitivo, en la auténtica protagonista de toda la trama; sin intermediarios. En los filmes de Destino final no hay monstruo que valga. Ni psicópata. Ni gente normal que, por circunstancias, acaba haciendo cosas terribles. Es la muerte, como un ente sin rostro, la que mueve los hilos de un gigantesco juego de azares que culmina con el desastre para nosotros, pobres humanos.
Rubén Sánchez Trigos, mi amigo del que tantas veces les hablo, siempre me dice que cree que de los 2000 para alante —porque la primera, evidentemente, cumple veinticinco años por ser del 2000—, la reina del horror, en originalidad, atrevimiento, y diversión es esta franquicia. Por extraño que parezca, nunca me había sentado a ver ninguna (y hablamos de un auténtico enfant terrible del horror en todos sus rostros); así que me puse manos a la obra en anticipación de esa sexta entrega de próximo estreno. Este mismo fin de semana me comprometí conmigo mismo a la maratón completa (cuando ustedes lean esto, probablemente, ya estaré enfilando la quinta). Y he hallado a toda velocidad por qué mi buen camarada me advertía de lo excepcional de estas películas.
Déjenme que les hable de su primera entrega.
Si recuerdan, hemos comentado varias veces (por ejemplo, a tenor de las notables La acompañante y Heretic) lo fundamental que resulta en un guion el momento de revelar el pastel. Esto es, el misterio. Si sucede muy pronto (la revelación) eso obliga a que lo que viene después tiene que ser, por fuerza, más fascinante que todo lo que vino antes (Matrix, Terminator...). Si sucede muy tarde, entonces la revelación en sí debe justificar todo el peso del relato y ser su clímax (El corazón del ángel, Sospechosos habituales, El sexto sentido...).
Lo maravilloso de Destino final es que cuando la revelación ocurre, en una escena muy breve, pero magnífica, en la que el adolescente protagonista cree descubrir un dato fundamental —la gente que ha sobrevivido gracias a su premonición a un pavoroso accidente de avión está muriendo en el orden exacto en que hubiera muerto durante el accidente en sí— no hay una confirmación que acuñe si tal descubrimiento es acertado. A pesar de que existe un personaje que actúa como el arquetipo del Sabio (el siempre maravilloso Tony Todd, que va cobrando más peso según avanza la saga), este nunca llega a confirmar que las suposiciones del protagonista sean ciertas, de manera total, parcial o en absoluto.
La partida que se juega con la muerte en Destino final, a la que jamás se representa de manera física, sino como algo muy parecido a la Fuerza de La guerra de las galaxias, una energía malévola que mueve los hilos del mundo para desatar tempestades, es fascinante por la incertidumbre que envuelven sus reglas subyacentes. Alex Browning, que así se llama el chaval de 17 años que se juega el todo con el todo con la muerte, nunca está jugando, como sí sucedía en El séptimo sello, una partida cuyo reglamento haya sido claramente establecido.
Hay que arriesgarse a intuir reglas; y, sobre todo, hay que estar constantemente alerta ante cualquier presagio (puede ser la letra de una canción en la radio, un número apenas entrevisto en un panel de aeropuerto, el balanceo incierto de un cartel de neón, o el chiste de la camiseta de un amigo) de la presencia de la muerte. Aunque haya llegado veinticinco años tarde, sí les puedo decir que concuerdo con mi amigo Rubén en el diagnóstico. Sin duda, Destino final es lo más original, en cuanto a horror popular se refiere, que nos han dejado nuestros tiempos más recientes. Ya les hablaré, a toro pasado del maratón, de qué me ha parecido su sexta entrega.